Andrew Levine
CounterPunch
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
I
En la diplomacia, cialis al igual que en la guerra (“la diplomacia por otros medios”, click según Clausewitz), puede resultar útil distinguir los objetivos de las estrategias.
Los objetivos de Estados Unidos en Oriente Medio están claros: promover sus intereses y que los países de esa región sirvan a las necesidades de los capitalistas estadounidenses, además de imponer una pax americana, un orden regional estable sustentado bajo su dominio. Así ha venido siendo incluso antes de que finalizara la II Guerra Mundial.
Hace muchos años que Estados Unidos quiso también sustituir a Gran Bretaña y Francia como potencia occidental dominante en la región. Sin embargo, eso nunca constituyó entonces su principal preocupación, debido en parte a que, con anterioridad a la II Guerra Mundial, hacer causa común con Gran Bretaña y Francia contra Alemania era una prioridad mucho mayor.
En cualquier caso, el tema era irrelevante al acabar la II Guerra Mundial. Los imperios británico y francés resistieron apenas poco tiempo más. Después de Suez (1956), ninguno de los antiguos rivales de Estados Unidos pudo ya pretender siquiera hacerse pasar por fuerzas a las que había que tener en cuenta, pasando a convertirse en socios menores de Estados Unidos.
Tras la II Guerra Mundial, la región se vio también envuelta en la Guerra Fría con la Unión Soviética. Este hecho no cambió los objetivos fundamentales de Estados Unidos pero afectó a la forma en que se ejercía la diplomacia.
Por otra parte, después de 1948, una vez establecido el Estado de Israel –y especialmente después de 1967, cuando Israel aplastó a los ejércitos de Egipto y otros países vecinos y se hizo con el control de la totalidad del Mandato de Palestina-, los intereses israelíes se convirtieron también en los intereses estadounidenses.
Israel devino en el quincuagésimo primer estado de Estados Unidos gracias sobre todo a las exigencias de la Guerra Fría y a que Estados Unidos quería mantener acorralado al nacionalismo árabe. No obstante, desde el mismo principio, las presiones del lobby de Israel fueron un factor a tener en cuenta.
Las viejas razones geopolíticas no pueden aplicarse ya o se han visto alteradas de forma que hace difícil cualquier reconocimiento. Pero en los círculos políticos de Washington sigue siendo un axioma que lo que es bueno para Israel es bueno para Estados Unidos.
Sin embargo, en la actualidad, es principalmente el poder que el lobby de Israel ejerce sobre el Congreso el elemento de peso en esta incomprensible situación.
En los últimos años, el lobby está cada vez más desesperado porque la opinión pública mundial e incluso la estadounidense –también la estadounidense judía- se han vuelto en contra del autoproclamado “estado-nación del pueblo judío”. Desde su punto de vista, la situación sólo puede empeorar ahora que Israel tiene abiertamente un gobierno racista y un primer ministro que, a diferencia de la inmensa mayoría de los judíos estadounidenses, bien podría ser miembro de carnet del Partido Republicano. También sienten escalofríos al ver cómo el Movimiento por el Boicot, las Sanciones y la Desinversión se ha afianzado y está en alza.
Pero lo que cuenta es el dinero. El pueblo estadounidense está despertando, la clase política del país tardará todavía un tiempo en imitarlo.
Los propagandistas de los medios y otros profesionales de las artes ocultas de la “diplomacia pública” hacen cuanto pueden para esconder lo que por otra parte resulta tan obvio, aunque también están muy claros claros qué objetivos no persigue Estados Unidos: Extender la democracia y mejorar la situación de los pueblos del Oriente Medio no es en absoluto su objetivo. Y, de hecho, tampoco trata de mejorar las vidas del 99% o más de los ciudadanos estadounidenses, aunque de los beneficios procedentes de controlar el suministro mundial de petróleo pueda filtrarse algo.
Por parte de Estados Unidos, no se trata un caso de mala fe en aras a la malevolencia. Los sujetos que determinan los intereses nacionales en las sociedades capitalistas no son siempre malvados. Pero, en su mundo, lo que cuenta es el petróleo, las armas y el dinero, no la gente, al menos no la gente que no es poderosa económicamente ni tiene conexiones políticas.
II
Los objetivos de Estados Unidos son claros; lo que no está claro es cómo alcanzarlos. El establishment de nuestra política exterior nunca ha sido hábil a la hora de desarrollar estrategias claras y coherentes. Esto no constituye habitualmente un problema, aunque sí lo sería en otros países; sin embargo, Estados Unidos se las apaña muy bien a la hora de utilizar sólo la fuerza.
Pero el músculo no puede sustituir del todo, ni siempre, al cerebro. Incluso un país que anda a zancadas de coloso por el mundo necesita alguna vez de un plan. Estados Unidos tuvo una estrategia coherente, más o menos, en los tiempos de la Guerra Fría. Entonces había menos complicaciones para que los políticos lograran comprender las cosas; por otra parte, las situaciones a las que se enfrentaban eran menos fluidas de lo que han sido desde entonces. Aun así, aquellos tiempos fueron, en cualquier caso, más peligrosos que los presentes gracias a la locura de la suicida política nuclear.
En la era de la Guerra Fría, los principios de la Realpolitik dominaban los círculos de la política exterior y el cotarro lo dirigían, en su mayor parte, personas capaces –aunque fueran del estilo del Dr. Strangelove -. Eso se acabó. Quienes ahora tienen el control en la Guerra contra el Terror de Bush-Obama (o como quiera que la administración Obama decida llamarla) son unos ineptos y la situación les cae muy grande.
Y esa es la razón que hace que Estados Unidos vaya arrastrándose de crisis en crisis. No ha habido coherencia alguna, al menos durante la década pasada, y sí muy poco orden y concierto, si es que ha habido alguno. La última estrategia coherente, más o menos, que Estados Unidos desplegó fue la neoconservadora que se afianzó en los primeros años de la administración Bush-Cheney. Y resultó un desastre.
La idea patente era abandonar totalmente la Realpolitik y sustituirla con algo más apropiado para “la luz del mundo”, para “la ciudad resplandeciente en lo alto de una colina” de la que hablaban Jesucristo y Ronald Reagan. Los necon conjuraron también el fantasma de Woodrow Wilson. Querían “conseguir un mundo seguro para la democracia”. O eso decían. De hecho, la diplomacia wilsoniana adoptó un giro extraño y fatal. Para ellos, aunque no lo admitan mucho, “seguridad para la diplomacia” significaba “seguridad para que Israel haga lo que se le antoje con los palestinos y sus vecinos”.
De todas formas, nunca dejaron de hablar de “democracia” y del “excepcionalismo estadounidense”. Quizá algunos de ellos incluso se creían lo que decían. Sin embargo, no está claro qué pensaban acerca de la conexión entre promover la democracia y subordinar la política exterior estadounidense a las necesidades percibidas de un Estado etnocrático de colonos a medio mundo de distancia.
Quizá creían, como algunos filósofos liberales, que las democracias no emprenden guerras contra las democracias, y pensaban que los regímenes que querían instalar por todo el Oriente Medio se identificarían bastante con la democracia Herrenvolk [de la raza superior] de Israel para asegurar que todo fuera bien para su país favorito y para Estados Unidos.
Lo más probable es que sus balbuceos sobre democracia, se dieran cuenta o no, sólo fueran una cuestión de relaciones públicas; en cualquier caso, pronto se hizo evidente que allí donde se celebraban elecciones libres y justas, los resultados no eran los que los neoconquerían que fuesen. Y resultó obvio, casi desde el momento en que George Bush declaró aquello de “misión cumplida”, que el plan de los neocon sobre Oriente Medio era imposible.
Es posible que el hecho de tener una estrategia coherente esté sobrevalorado. Eso fue lo que los neocon estuvieron farfullando durante un año o dos después de que entrara en vigor. Sólo sobrevivió la retórica, como realidad bien distinta de la que habían imaginado y aseverado.
Después, en años recientes, se ha resucitado una semblanza de la visión del mundo que hizo que Estados Unidos invadiera Iraq en 2003: gracias a las “intervenciones humanitarias” de la administración Obama. A partir de una premisa admirable aunque dudosa y más que discutible, la “responsabilidad para proteger”, los imperialistas liberales de Obama derivaron de alguna manera en conclusiones ostensiblemente imperialistas.
Esos neo-neocon no tienen una visión global como la tenían los originales (y aún tienen), y no son más que una panda de desvergonzados partidarios de ante todo Israel, pero el efecto es muy similar. Si Obama no fuera un alma intrínsecamente cautelosa, Estados Unidos estaría liando aún mucho más los asuntos mundiales de lo que ya hace.
Sin embargo, por desgracia, Obama no es lo suficientemente cauto. Por tanto, Estados Unidos marcha a trompicones, al parecer sin rumbo fijo, de una crisis en otra. El único tema constante es que casi todo lo que los diplomáticos estadounidenses y sus homólogos en el Pentágono y en la comunidad de la inteligencia deciden hacer acaba empeorando las cosas, no sólo en cierto sentido ideal sino de forma tal que los mismos políticos, si fueran honestos, tendrían que reconocer.
III
Eso no sería tan terrible si George Bush no hubiera destrozado Iraq hace una década. También se dedicó a complicar aún más las cosas en Afganistán. Sería justo decir que habría destrozado también Afganistán si el país no estuviera ya roto, gracias, en parte, a las maquinaciones estadounidenses de las eras de Carter y Reagan.
Tras el 11-S, los neocon necesitaban una guerra para hacer que la gasolina fluyera hacia nuevos desastres. Los ataques contra el Pentágono y el World Trade Center se planearon y ejecutaron por saudíes y otros de al-Qaida, no por los afganos. Es verdad que el gobierno talibán en Kabul ofreció un puerto seguro a los combatientes de al-Qaida y que estos y los militantes talibanes tenían la misma forma de pensar. Pero los afganos no estaban directamente implicados.
No importa. Bush y Cheney se abalanzaron sobre la oportunidad, contando con que los serviles medios de comunicación estadounidenses construirían un motivo para la guerra. La idea era conseguir que los estadounidenses estuvieran en disposición de invadir Iraq, de arremeter –en cualquier lugar- para vengarse. Esos serviles medios hicieron cuanto se esperaba de ellos y más aún.
Se dice que la venganza es un plato que debe servirse frío. Bush y Cheney y sus asesores eran demasiado poco civilizados como para eso. Les gustaba más la venganza en caliente.
Y así fue como pusieron en marcha un proceso que sigue adelante hasta este mismo día, sin un final real a la vista. Y según va desplegándose, las miserias que el pueblo afgano sufre no parecen tampoco tener fin.
Pero el objetivo fue siempre Iraq; y fue la guerra de Iraq de Bush, más que su guerra en Afganistán, la que desgarró Oriente Medio. A estas alturas, incluso los republicanos que reflexionan están de acuerdo en que invadir Iraq fue un error. ¿Cómo no van a reconocerlo? El mundo que Bush intervino continúa desmoronándose ante sus ojos, de forma tal que puede poner verdaderamente en peligro a Estados Unidos. Bush rompió Oriente Medio, pero rindió cuentas por ello ni por sus muchos otros crímenes contra la paz, contra la humanidad y contra la Constitución que juró cumplir. Ese tipo debería estar tras las rejas, en cambio vive una vida cómoda y lujosa en Texas, aventurándose a salir sólo para recoger los honorarios de orador ocasional que las corporaciones y plutócratas reparten entre los expresidentes o, como en el caso de los Clinton, entre las esposas de los expresidentes.
En cualquier caso, la oportunidad de que su hermano Jeb se convierta en el próximo comandante-en-jefe de Estados Unidos propicia que esos honorarios sigan llegando.
Para hacer tanto daño como hizo, Bush tuvo que basarse –sin pensar, por supuesto- en los dos siglos de depredación británica, francesa y estadounidense.
Los acontecimientos del 11-S, el pretexto para la guerra de Afganistán y también para la invasión de Iraq –a pesar de la ausencia de vínculo alguno entre al-Qaida y el gobierno o el pueblo iraquí-, fueron la respuesta a lo que Estados Unidos había estado haciéndole a la región durante décadas. Por eso, todos los presidentes estadounidenses, incluso antes de Jimmy Carter, son culpables, sobre todo Bush padre y Bill Clinton. Pero es Bush hijo quien debe responder por destrozar “la cuna de la civilización”. Las consecuencias continúan arrasándolo todo.
Obama hizo campaña para recomponer lo que Bush destrozó. En 2008 se le consideraba realmente el candidato de la paz y todavía hay apologetas de Obama que siguen pensando lo mismo de él. Puede que quisiera –o quiera- realmente corregir algo del daño que su predecesor hizo. Pero ni él ni la gente que le rodea tienen ni idea de cómo hacerlo.
Es bajo su mandato, más aún que los s años de Bush y Cheney, cuando el mundo ha tenido que pagar por el hecho de que, aunque Estados Unidos tiene un poder militar abrumador y la determinación de utilizarlo en aras a sus objetivos, no tiene en absoluto estrategia. Esto se vio claramente en 2011, cuando estalló la Primavera Árabe.
Ese año fue testigo de las manifestaciones de indignación y poder popular por todo el Mundo árabe, así como en Europa y las Américas. Fuera de Oriente Medio, nada fue como en 1968, pero el mundo no ha visto nada a una escala similar desde ese momento. En Estados Unidos, hubo manifestaciones masivas contra los esfuerzos de las legislaturas y gobernantes republicanos para aplastar los sindicatos del sector público y debilitar el ya frágil movimiento obrero. Y también surgió Ocupa Wall Street.
La diferencia con 1968 fue que en 2011 quedó claro que no había una izquierda de verdad. No había por tanto un vehículo organizativo a través del cual canalizar la rabia para conseguir un cambio constructivo.
Ahora es distinto, al menos en Grecia y España y en algún lugar más donde la austeridad ha acabado con todo. Pero, en aquel momento, no había nada. Las clases dominantes se aprovecharon del vacío organizativo para colocar a políticos sumisos de “centro-izquierda” a encabezar la marcha.
Y la administración Obama dejó que el movimiento Ocupa Wall Street se consumiera, imponiendo subrepticiamente sólo niveles moderados de represión, hasta el amargo final.
A corto plazo, la constructiva energía desplegada por las fuerzas del movimiento se agotó o se volcó en el circo electoral de 2012, donde, irónicamente, el objetivo era volver a elegir a Barack Obama.
A la larga, la maligna negligencia de la administración Obama respecto a las luchas de los trabajadores de primeros de año fue al menos igual de debilitadora. También acabó siendo contraproducente.
Los financieros corporativos de los demócratas quieren sindicatos débiles, pero el Partido Demócrata necesita de esos sindicatos para que le suministre los soldados de a pie necesarios en tiempos de elecciones y para que aporten dinero para sus candidatos.
Evidentemente, Obama y los dirigentes del partido a nivel nacional decidieron que sería mejor para ellos que prevalecieran los deseos de los financiadores corporativos. Se equivocaban. La “paliza” que soportaron en las elecciones a medio mandato de 2014, al igual que la paliza de cuatro años antes, fue una de las consecuencias más inmediatas.
Wisconsin, junto con otros estados del medio oeste fuertemente sindicados, fue la Zona Cero del ataque, financiado por los plutócratas, más reciente de los republicanos contra la mano de obra organizada. El gobernador de Wisconsin, Scott Walker, uno de los bufones más estrafalarios de las filas republicanas, se convirtió en una figura nacional por la fuerza de sus argucias antisindicales. Si los demócratas del estado hubieran dispuesto de algo más de ayuda por parte de Obama y el partido a nivel nacional, seguramente le habrían mandado a freír espárragos en las elecciones celebradas un año después o en las elecciones regulares de 2014. En cambio, ahí lo tenemos ahora compitiendo por la nominación republicana para la presidencia. Con los hermanos Koch y otros multimillonarios en pos de él, sus posibilidades son tan buenas como las de cualquiera de sus rivales.
No hay duda de que el equipo Obama y la gente al frente del Partido Demócrata decidieron, como siempre, que los sindicatos tenían otras opciones y que reelegir a Obama en 2012 era prioritario sobre todo lo demás. Se equivocaban, pero equivocarse, en sus círculos, es algo habitual. No hay ejemplo más elocuente que la forma en que el Departamento de Estado de Clinton abordó la Primavera Árabe. Porque hasta donde llega su responsabilidad, la torpeza exhibida ha sido suficiente como para poner a Barack Obama en la misma liga que George Bush.
Obama y su secretaria de estado desestabilizaron lo que Bush no había aún desestabilizado y destrozaron lo que el aventurerismo de Bush no había aún destrozado.
Libia fue la primera víctima. No se puede culpar más de eso a Bush y Cheney que a Bush padre o a Bill Clinton por la guerra de Iraq de Bush hijo. Las consecuencias continúan acumulándose. El ataque contra el consulado estadounidense –y puesto de avanzada de la CIA- en Bengasi es lo de menos, a pesar de los esfuerzos de los taimados republicanos para utilizar el incidente contra Hillary Clinton.
Los refugiados y los solicitantes de asilo que tratan desesperadamente de escapar de Libia hacia los centros de detención (esencialmente campos de concentración) europeos proporcionan las pruebas más elocuentes de la ineptitud de Clinton –y de Estados Unidos-.
Clinton –y por tanto Obama- la lió también en Egipto. Ahora, como consecuencia, la dictadura militar de Abdel Fatah el-Sisi ha impuesto un régimen aún más brutal y represivo sobre el pueblo egipcio que el que derrocaron en los gloriosos días de la Primavera Árabe.
En ausencia de una estrategia coherente, el ejército estadounidense es quien en realidad está orquestando las relaciones entre Estados Unidos y Egipto. Las conexiones entre los dos ejércitos tienen raíces profundas desde finales de la década de los setenta cuando, bajo la égida de Jimmy Carter en Camp David, Menachem Begin y Anwar Sadat firmaron unos acuerdos de paz que eliminaron eficazmente la posibilidad de guerras futuras entre Israel y Egipto.
El precio que Egipto exigió por esto fue su integración –junto con Israel, aunque en menor grado- en el ámbito del Pentágono, y por tanto en los acogedores brazos de la “industria de la defensa” estadounidense, en cuyos hangares y almacenes los generales egipcios compran armas como si fueran niños malcriados en una tienda de juguetes.
Esta situación favorece los objetivos de Estados Unidos, no porque por designio (no hay designio), sino por azar. De manera muy similar a la forma en que las políticas estadounidenses se regían respecto a las dictaduras latinoamericanas en función de las exigencias de las relaciones militares y las necesidades de las industrias de armamento en Estados Unidos, igual ha sucedido, desde Camp David, con el ejército egipcio.
Una estabilidad conseguida, momentáneamente, bajo la bota del ejército, pero los problemas subyacentes que causan la inestabilidad siguen sin solucionarse. El día del juicio final se deja para después. Todo llegará a su tiempo. Pero, como dice el eslogan: “No hay paz sin justicia”.
Y la situación en otras zonas de Oriente Medio no es mucho mejor. De hecho, es en Iraq y en Siria donde la descerebrada torpeza de Estados Unidos ha tenido hasta ahora los efectos más desastrosos.
Republicanos belicistas, como John McCain y Lindsey Graham, culpan a Obama por el auge del Estado Islámico. Tienen razón. Aunque para ellos el problema es que el ejército estadounidense no se ha implicado lo suficiente; piensan que nunca habría que haber sacado a las tropas de combate de Iraq y creen que deberían volver ya. Apenas merece la pena decir que la verdad es todo lo contrario.
En Iraq, en diversos momentos de la guerra, las exhibiciones de fuerza bruta por parte de Estados Unidos mantuvieron a raya la inestabilidad aguda. Pero bien podría deberse a una ley de la naturaleza: que Estados Unidos está obligado a equivocarse y, a la larga, a empeorarlo todo.
Las cosas están ya muy mal porque, en vez de corregir los errores de Cheney, Obama se basó en ellos. Y, al andar a tientas de día en día sin nada que se le parezca a una estrategia coherente, rompió gran parte de lo que heredó que a duras penas estaba aún intacto. Si, como parece probable, Hillary Clinton le sucede, cuenten con que la situación en Oriente Medio –y en casi todas partes- será peor aún. Cuenten con que Oriente Medio va a desgarrarse de una forma que apenas podemos ahora vagamente imaginar.
En caso de que recaiga en ella, como parece probable, la dirección de futuras fases de la guerra contra el terror –por ahora, de hecho, una guerra contra el mundo históricamente musulmán-, su eslogan podría muy bien ser: “Aún os queda mucho por ver”.
**Andrew Levine es un experimentado estudioso del Institute for Policy Studies, autor de “The American Ideology” (Routledge) y “ Political Key Words ” (Blackwell), así como de otros muchos libros y artículos sobre filosofía política. Participó tmabién en la elaboración de “ Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion ” (AK Press). Su último libro es “ In Bad Faith: What’s Wrong With the Opium of the People ”. Fue profesor investigador de filosofía en el College Park, Universidad de Maryland.