por Mauricio Vallejo Márquez
Cuando era pequeño no tenía idea de lo que era un mundial de fútbol. Creía que apellidos como Maradona y Platini eran algún tipo de sobre nombre de fulanos de Apopa y Soyapango que se dedicaban a darle patadas a un balón en las canchas polvosas que veía al lado de la carretera. Así crecí sin entender bien que El Salvador había asistido a dos justas mundiales del balompié y que la última vez, cuando se metió al fin un gol, le metieron 10 goles y sigue teniendo el récord de la selección más goleada en este tipo de torneos. Curioso dato. Así como el otro que nos agencian de habernos ido a la guerra por un partido de fútbol, como dicen que resultó en 1969 que nos dimos de balazos con nuestros hermanos hondureños gracias a la crisis social y otras hierbas (y no a la inmadura razón de un pelotazo como dicen que dicen), pero en Tlaxcala don Rafa Corona nos señalaba de violentos gracias a la guerra del fútbol.
Confieso que también corrí tras una pelota, sobre todo sin el mayor sentido del objetivo del juego. Y eso mismo hacían los otros niños, salvo algunas excepciones, en los intramuros del colegio. Ahí descubrí el Mundial de la FIFA en serio, gracias a los álbumes de Panini. En los recreos y por la salida nos aglutinábamos los compañeritos a intercambiar las tarjetas. Supe del trío glorioso de Holanda: Ruud Gullit, Marco Van Basten y Frank Rijkaard gracias estos encuentros, luego me enteré del Carlos “El Pibe” Valderrama, Careca y de Roberto Baggio entre el resto de constelaciones. Poco a poco se me fue encendiendo la luz y comencé a ver partidos por la tele. Era Italia 90. Las selecciones de Brasil y Argentina eran las favoritas de la mayoría de personas que conocía. Aunque en lo personal la de Colombia me atraía por René “el Loco” Higuita, que me sigue pareciendo todo un personaje, sin menospreciar al resto de la banda que era todo un lujo ver jugar. Me quedé con un desconsuelo cuando los eliminó Camerún, pero qué se podía esperar si en el partido inaugural le había dado castigo a Argentina que venía de ser campeón del mundo con esa escuadra de lujo: Jorge Valdano, Nery Alberto Pumpido, Jorge Luis Burruchaga, Claudio Paul Caniggia y entre ellos el mero Diego Armando Maradona que había derrochado talento en México 86. En esos días el Canal 10 era televisión educativa y tenía en su programación un programa de Naranjito, mascota oficial de España 82, donde narraban la historia de los mundiales. Gracias a ese programa me instruí en ese deporte y lo valoré más. Entre mis grandes descubrimientos estuvo Pelé y el lujoso Brasil del gran regateador Mané Garrincha, de Didi, Dada y el resto de astros que ganaron tres mundiales y se quedaron con la copa Jules Rimet.
Tras ese mundial de 1990 me hice aficionado de la selección nacional de El Salvador, con ese extraño instinto nacionalista y la credulidad ciega de que iban a clasificar de nuevo como esas selecciones que nos deleitaban con buen fútbol. En esos días teníamos a Jorge Alberto “El Mágico” González Barillas todavía en acción y dando clases de buen fútbol, y estaban en crecimiento Mauricio Cienfuegos y Raúl Ignacio Díaz Arce que hasta la fecha siguen siendo ejemplo de lo que el tesón y la disciplina pueden lograr, ellos abrieron la puerta a los salvadoreños para jugar en la liga de Estados Unidos que fichó también a Jorge “Zarco” Rodríguez y Ronal Cerritos. Bien recuerdo cuando Francisco Tochez decía en nuestras clases de mecanografía que nuestro país se clasificaba a un mundial a los tantos años, que ya había ido a México 70 y a España 82, así que era seguro que en Estados Unidos 94 iba a estar presente. Errónea o soñadora predicción. En esos días hasta me vi en la infructuosa tarea de crear un equipo de fútbol que no llegó a ser más que un grupo de niños raspándonos las rodillas en el pavimento de las calles de mi colonia. Aunque tuve mi breve participación en el Concho de Tecapán gracias a Cristian Jiménez, donde El mudo me dio un pelotazo en la cabeza que me dejó tendido en la cancha polvosa de California, Usulután, donde quedaron mis aspiraciones de jugar profesionalmente ese deporte. Así vi pasar también la clasificatoria de Francia 98 cuando nacionalizaron a De Mello, Vladan Vicevic y a Israel Castro Franco con esa buena selección dirigida por Milovan. Cuando nos eliminaron dejé de seguir a la Selecta cuscatleca y de igual forma el fútbol.
Sin embargo, la vida siempre se encarga de darle vuelta a tus planes. En 2002, Lafitte Fernández, que en paz descanse, me reclutó para ser parte del staff en El Diario de Hoy. Era el mundial de Corea y Japón, y se iba a televisar en tres horarios anormales para Occidente: 11:00 de la noche, 2:00 y 4:00 de la mañana (según recuerdo). Grandes desveladas me daba deambulando en San Salvador para escribir crónicas de las colonias de irlandeses, daneses, coreanos, costarricenses y los que lográbamos conseguir. Igual no me dio por volver a ser aficionado, pero me ayudó a encontrarme con mi pasión: contar. Así me embarqué en la aventura del periodismo, gracias al fútbol.
Hoy no siento esa pasión. Ni de jugar ni de conocer el fútbol, mucho menos el sabor de contar lo que surge a su alrededor. Otros bien lo hacen mientras recorren los mercados y sus comedores. Pero el mundial de Catar 2022 nos trae material para darnos cuentas de lo poco que valoramos la realidad que enmascara el fútbol. El país se nos cae a pedazos y los fanatismos nublan aún más el juicio de la población. No importa cuanta gente murió en la construcción de esos estados ni si se violan derechos humanos en ese país o el nuestro. Nada importa. Ya ni se miran a los compañeros de trabajo llevando una televisión para suspender las labores mientras juega alguna de las nuevas estrellas, salvo mi buen amigo Edwin Reyes que todos los días lo veo emocionado rellenando su agenda mundialista. Y, aunque no me percate, al final de este escrito me vuelvo a encontrar con mi pasión: escribir.
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