Rafael Lara-Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
Desde Comala siempre…
Abstract
0. Obertura
I. Siglo XIX
II- Re-volución sinódica actual
III. Idioma coloquial
IV. Final
Abstract: This literary essay describes the absence of voices in mother tongues as an axiom that founds the Salvadoran republic until 2024. From Anastasio Aquino’s silence (1833), it moves towards the turn of the 19th-20th century, when the rise of the literary canon insists on eliminating all transcription of ancestral legacy. Only in other places in Central America could this heritage be restored to establish a new concept of social justice (I). For this reason, cultural studies recycle the monolingual literary canon—whether modernist or revolutionary—to silence the foundational exclusion of mother tongues (II). The same happens with colloquial language whose rural and urban diversity is unknown in its poetic richness (III). At the end, the essay questions the real existence of a Latin American philosophy that does not dialogue with difference (IV).
0. Obertura
La antología «1524» asienta un precedente editorial en El Salvador. Por decreto fundacional, desde 1821 a 2024, no existe un solo libro multilingüe sobre las mito-poéticas de los idiomas ancestrales. Este axioma lo confirma la ausencia de todo curso universitario elemental de lingüística mesoamericana. No importa que se hable de liberación, descolonización, filosofía latinoamericana, identidad nacional, etc., la literatura monolingüe censura la transcripción y el estudio de las lenguas ancestrales. Se anhela edificar una nacionalidad centroamericana sin un diálogo directo con esos idiomas. Hay que descolonizar sin una voz para el colonizado. Esta contradicción resulta imperceptible aún, ya que el castellano excluye la diversidad cultural y lingüística, incluso empaña la variedad de sus hablas locales.
Este ensayo literario describe la ausencia de voces en los idiomas maternos como axioma que funda la república. Del silencio de Anastasio Aquino (1833) se transcurre hacia el cambio de siglo XIX-XX, cuando el auge del canon literario insiste en eliminar toda transcripción del legado ancestral. Sólo en otros lugares de Centroamérica, podría restaurarse su heredad para fundar un nuevo concepto de justicia social (I). Por ello, los estudios culturales reciclan el canon literario monolingüe —sea modernista o revolucionario— para acallar la exclusión fundacional de los idiomas maternos (II). Igualmente sucede con el lenguaje coloquial cuya diversidad rural y urbana se desconoce en su riqueza poética (III). En fin de cuentas, se cuestiona la verdadera existencia de una filosofía latinoamericana que no dialogue con la diferencia (IV).
I. Siglo XIX
Si la convención historiográfica remite el vacío ancestral a la masacre de 1932, es incapaz de documentar los idiomas maternos antes de esa fecha. En verdad, su ausencia define un postulado fundacional de la república. Por esta laguna, la historia política-social inventa agentes históricos mudos, ya que la estructura económica es suficiente para explicar su comportamiento rebelde. Para el siglo XIX, de todas los levantamientos indígenas, el más conocido y conmemorado es el de Anastasio Aquino (1833). Pero, debe ocultarse la falta de todo manifiesto en la lengua materna, así como en el idioma coloquial.
En verdad, la presunta voz de Aquino aporta una enseñanza crucial al concepto académico de «testimonio». No sólo la palabra reemplaza la vivencia, sino el enemigo lejano le otorga el derecho de habla al Muerto. Hasta la izquierda más radical, concuerda que José Antonio Cevallos (1891) ofrece la documentación primaria sobre el líder nonualco/nonohualco, pese a los sesenta (60) años que los separan.
La lectura imaginará que el testimonio de los oponentes al régimen vigente se desconoce aún. Sólo un viejo defensor del gobierno actual lo transcribirá hacia 2084. La vivencia inmediata es irrelevante para la palabra. Así lo demuestra el constante recital de «cien arriba y cien abajo».[1] Además de acallar la cita directa —el derecho único del enemigo a hablar por Aquino— evade una doble consideración. Desde el inicio del reporte, Cevallos lo degrada y lo califica de incapaz de dictar un testimonio coherente.
«Aquel indio salvaje cuya inteligencia no se extendía más allá de la subsistencia…una condición tan abyecta y tan impropia para conmover los ánimos de los pueblos como se refiere en documentos auténticos…había sido inspirado por personas de más aptitudes».[2] Se ignora quién habla por él, esto es, a quién transcribe Cevallos. En seguida, recolecta una compleja mito-poética hoy en el olvido, la cual tilda de «superstición». Este término traduce «lo que está de sobra, super-stare», ya que adrede ignora la filosofía ancestral que degrada. Según se dijo, la reducción económica —la esfera político-social— desdeña la visión del vencido.
Por eso, parece arbitrario que Aquino se refugie en «las guaridas del Tacuazin», ya que no se reconoce que el eco-sistema ancestral posee el simbolismo de la flora, la fauna y de los accidentes geográficos, tal cual la montaña y las cuevas. De los orificios corporales de la Tierra a Takwatzin, Comeloncito a cola descabellada, el hábitat resguarda a su pobladores y archiva su historia en símbolos. A la lectura de indagarlos, ya que la etno-botánica/zoología/geografía deben ignorarse por decreto.
Este mismo desdén por la voz del agente histórico lo prosigue la década de los noventa del siglo XIX. En esos años, la Ley de Extinción de Ejidos (1882-1892) coincide con el auge del canon literario nacional. Ambas vertientes se bifurcan en dos historias sin diálogo. La política-social privatiza el terruño y acaba con las tierras comunales que definen el arraigo de los pueblos a su ecosistema. No importa que hoy se juzgue como antesala de la revuelta de 1932, la modernidad cafetalera justifica la propiedad privada y su concentración de la tierra. Por su parte, la literatura inicia el modernismo y el despegue formal de la identidad poética salvadoreña. Entre los dos afluentes no existe comunicación, ya que hoy se condena el primero —o al menos se critica— mientras el segundo se glorifica.
No extraña que los grandes intelectuales de ese cambio de siglo elogien la disolución de las tierras del común. El Salvador es quizás el único país que nombra su Museo Nacional de Antropología (MUNA), en honor a un anti-indigenista: David J. Guzmán (1843-1927). Las tierras del común se perciben como «causantes de tantos males y atraso de la industria agrícola», ya que los indígenas representan «la raza decadente…sepultada en la noche del olvido».[3] Por este sesgo, en 1912, el anti-imperialismo se acompaña del anti-indigenismo durante la presidencia del Dr. Manuel Enrique Araujo (1911-1913) y la fundación del Ateneo de El Salvador. Los intelectuales prosiguen este dictado de descartar los idiomas maternos de su itinerario poético, ya que sólo aceptan lo indígena por razones nacionalista o de interés político. Ante todo, la literatura se mueve por la letra que casi sólo cita los idiomas mesoamericanos de prestigio —náhuatl, quiché, yucateco, etc.— pero omite transcribir las lenguas maternas del territorio salvadoreño. Por eso, hasta 2024, se ignoran las cualidades elementales del xinca, poqomam, ch’ortí’, lenca, cacaopera, matagalpa, etc., cuyo estudio iniciaría una verdadera filosofía salvadoreña. La revitalización actual del náhuat declara la excepción que hace la regla.
Sólo en otras regiones de Centroamérica —de Guatemala a Costa Rica— se investiga cómo la tradición indígena construye nociones sociológicas dispares de las eurocéntricas. Así, la esfera jurídica k’iche’ sugiere que al revitalizar un idioma se restauren sus instituciones socio-culturales. Junto a las tierras de común, sustentan las comunidades autónomas en sus municipios libres. Para el derecho penal, hacia el Occidente guatemalteco, el proceso judicial despliega una «escenografía» pública.
El pueblo —hipotéticamente, el barrio, la colonia— se congrega alrededor de las autoridades, pixab’, para contemplar y participar en el juicio público. Esta asamblea comunitaria legitima el «sistema jurídico mayab’», en el cual el poder judicial lo avalan los pobladores. El litigio se nombra «suk’ b’anik», puesto que su cometido apunta a la «corrección/enderezamiento» de la persona inculpada durante ese «ritual» de la justicia. El veredicto no lo valida la decisión única de las autoridades, sino la interacción constante que mantiene con la «audiencia». Así, se engendra un «equilibrio social» comunitario. De inculparla, la persona debe declarar su «arrepentimiento público» y caminar «arrodillado (xuculem)», para que «la Madre Tierra» le conceda el perdón.[4] También recibe «azotes rituales (xik’a’y)».
Este procedimiento abierto define una institución jurídica muy distinta de la oficial. Nos enseña que la revitalización de los idiomas maternos debe restituir sus poderes ejecutivo, legislativo y judicial. De las tierras del común avanzaría hacia la política comunitaria autónoma. En síntesis, le enseñanza resulta crucial para El Salvador del presente. Se imaginaría que —en vez de una mega-prisión— cada pueblo, barrio o colonia juzgara públicamente a quiénes transgreden la ley e intentara reincorporarlos al servicio comunitario. Se trata de un «política-ficción», dado el rechazo fundacional a integrar el legado indígena a la construcción de lo nacional.[5]
II- Re-volución sinódica actual
Dos ensayos científicos recientes certifican la opción actual por acallar los idiomas maternos. No se puede transgredir la Constitución de la república cafetalera: eliminar la diferencia étnica y lingüística. El primero, sin sorpresa, confirma que la actual revalorización «científica» de Francisco Gavidia (1863/4-1955) acalla toda mención de las lenguas maternas ancestrales, pese a que «se busca determinar…la posibilidad de una filosofía latinoamericana».[6] Sea que se valore su legado por el arraigo en el continente, su «concepción de la modernidad» y aporte a la «pedagogía nacional», su «interpretación (de) la independencia» y, en fin, su contribución a la «musicología», se silencia el diálogo con la lingüística mesoamericana. No importan los nombres que la califiquen —»descolonizar, liberar, etc.»— la filosofía latinoamericana renovada repite el axioma fundacional de la república al excluir las lenguas ancestrales de su esfera de pensamiento. No hay un debate editorial abierto, ya que toda oposición carece del derecho al habla, debido a su anhelo de restaurar el legado de los idiomas maternos. Al personificar la identidad nacional, el legado del Oriente salvadoreño —lenca, cacaopera, matagalpa, hablas coloquiales, etc.— debe borrarse. La lingüística elemental demuestra la evidencia. Si una palabra nombra un infinito de objetos —¿hay un solo mango?— una figura de prestigio encarna la totalidad de un pueblo, mudo en su diversidad.
Igualmente, en «La poesía es subversión (Poetry is Subversion)», Roger Atwood reitera la ausencia de los idiomas maternos en la literatura comprometida.[7] La consciencia urbana de los hechos de 1932 no incluye la voz indígena náhuat. Se trata de dos novelas que escalan hacia la cumbre literaria de la nación —»más allá del bien y del mal»— por narrar sucesos trágicos bajo censura en esos años. Sin embargo, ambas fallan al excluir la voz náhuat de la revuelta ¿comunista? «Cenizas de Izalco/ Ashes of Izalco» (1966) de Claribel Alegría (1924-2018) y Darwin Falkoll (1923-1995) confirma que sólo las divinidades extranjeras —Tlaloc en náhuatl, Deidad pre-mexica y Chac Mool yucateca— le conceden la voz mito-poética al náhuat de Izalco. Gracias a su prestigio, la literatura facilita establecer filiaciones lingüísticas y mitológicas, por las cuales el náhuat de Izalco se halla más cercano a las hablas del Altiplano central de México y a Yucatán, que al náhuat de Nicaragua. Por eso, «Quiateot, el Dios que envía las lluvias», «Quiahui in teteuh: llueven los dioses», según la «religión de los nicaraos» no merece una mención, menos aún existen los Managuas.[8]
Tampoco, la consciencia revolucionaria indaga la tradición oral de los pueblos, ya que el «vocabulario institucional indoeuropeo» jamás pensaría que la erupción volcánica equivale al parto (pu:nia) sangriento de la Tierra. Ya la lectura imaginará que los manifiestos náhuatl —y en idioma coloquial de Emiliano Zapata (1879-1919)— resultaran secundarios bajo la autoridad intelectual de la novela urbana en México. Pero este desfase del hecho vivido a la palabra no afecta la historiografía literaria salvadoreña.[9] Hay otra Biblioteca Nacional sin escritura legal. De la tradición oral a la culinaria, hasta las ceremonias anuales y la escena teatral de la historia en la danza, la poética urbana rara vez con-versa con ella.
Asimismo, sucede con «Miguel Mármol» (1972) de Roque Dalton (1935-1975) cuya escritura definitiva le lleva seis (6) años, después de la entrevista en Praga, 1966. Reafirma que los libros de historia carecen de historia de igual manera que —en antropología— las notas de campo jamás antecederían a la monografía acabada. Más que esta paradoja sin archivos primarios, el objetivo consiste en subrayar la ausencia de voces indígenas. Esta falta la explica el reduccionismo marxista que somete la diversidad étnica a la clase social, la única determinante. Al cabo, se legitima la premisa fundacional de la república: la irrelevancia de los idiomas maternos para la identidad nacional. En verdad, desde 1963, la monografía «El Salvador» de Dalton afirma «los pipiles de Izalco hablan el náhuat arcaico» —sin datos que lo justifiquen— y «los escasos indios que sobreviven…no representan un sector especial», ya que el precepto económico anula toda referencia étnica.[10] Entretanto, la Tierra palpita y de su parto acuático (pu:nia a:t) parten las venas en arroyos que arrullan las siembras. Tal es la sangre que nos alimenta, mientras la industria mutila las entrañas minerales, hasta carcomer su carácter cordial (-yu:l). Ante el rechazo de todo diálogo con los idiomas maternos, la novela testimonial no distingue entre e; hecho vivido (tengo cáncer), el hecho observado (soy oncólogo) y el hecho narrado (se dice que…). La novela testimonial desconoce el modo testimonial que la precede, anticipa su relato de historia vivida y certifica su legado. Para rematar, esa modalidad se conjuga con el tiempo-aspecto para establecer el desfase que media entre la vivencia y la palabra, debido a la oposición complementaria entre la memoria «tan corta» y el olvido, «tan largo».
III. Idioma coloquial
Este mismo desdén lo ratifica el silencio sobre el idioma coloquial. Desde la investigaciones de Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979) sobre el habla coloquial y las más amplias recolecciones de María de Baratta (1890-1978), la lingüística descriptiva cae en desuso.[11] Acaso se mantiene una triple presuposición. En primer lugar, el idioma nacional no varía en hablas locales que, hasta el presente, se descarta en su diversidad coloquial. Se dudaría que el vocabulario marítimo de La
Libertad equivalga al de La Palma, en la montaña; tampoco que el discurso de ventas en el Mercado Central identifique a quiénes no ejercen esa profesión. Ningún decreto «académico real (royal, not real)» puede negar la diversidad que, hasta 2024, sólo se admite en la literatura canónica. Acaso el libro más comentado —»Cuentos de barro» (1933) de Salarrué (1899-1975), editado bajo «censura» o «régimen de excepción»— reitere el precepto de personalizar al pueblo en una figura literaria. Además, confirma la visión que percibe la identidad coloquial imperecedera, sin el menor cambio histórico en casi un siglo.
En segundo lugar, los idiomas cambian y su transformación debería ser un capítulo, por ahora ignorado de la historia nacional, actualmente que el «barro» lo suplanta el «plástico» y el «barrio». En último lugar, Baratta nos lo enseña, cada habla local posee una riqueza literaria insospechada. Este caudal lo despliegan los proverbios, adivinanzas, bombas, chistes, trabalenguas, juegos de palabras, etc., el cual sólo se admite si lo transcribe un escritor de prestigio. Basta el calco de todas las bombas en «Historias prohibidas del Pulgarcito» (1975) de Roque Dalton, para advertir que el lenguaje coloquial cobra pertinencia gracias a una obra canónica. No vale en sí mismo, sino adquiera relevancia cuándo aparece recitado sin cita en un «bestseller», según la secuencia siguiente: Habla popular – Baratta – Dalton – Estudios culturales sin archivos primarios.[12] El estrecho concepto de «cultura» restringe los estudios culturales a un enfoque eurocéntrico, casi irreversible.
IV. Final
En resumen, este breve repaso de la ausencia de los idiomas maternos describe el desdén por su legado. Más que un olvido involuntario, define cómo la memoria histórica de una nación centroamericana, la afianza su antónimo oscuro. La historia oficial y la crítica desean ocultar que la diversidad lingüística revela el cimiento de su identidad. He aquí «en la revocación del edicto» monolingüe que se inicia este libro y se extiende hacia otros países latinoamericanos. Si «1524» fecha el inicio de la conquista y la colonización de El Salvador, 2024 debería marcar el fin del colonialismo interno que las recicla. Pero, mientras no se dialogue con los idiomas maternos, las hablas locales y los sociolectos urbanos y rurales, se duda que haya un cambio significativo en el pensamiento liberador. En consonancia con la Luna, debe pensarse que el término «materno» remite a las Guardianas de esas lenguas y, por tanto, el feminismo latinoamericano jamás desarrollaría su cometido sin incluirlas en su legado continental. En verdad, por revolución siempre se entiende el giro sinódico astral del eterno retorno de lo mismo: la negación de la historia lingüística. Al des-encubrimiento inicial de la tradición oral le corresponde la lectura de este libro.
[1]. «Baratta inspira a Dalton», 2021, https://www.academia.edu/45224476/Baratta_inspira_a_Dalton_Casa_de_La_Cultura_El_Salvador_Contrapunto_Diario_1_Febrero_de_2021.
[1]. Baratta, «Cuzcatlán típico», 1951-1953 y Geoffroy Rivas, «La lengua salvadoreña», 1978.
[1]. Dalton, «El Salvador», La Habana: Casa de las Américas, 1963: 29.
[1]. En contraste, véase: «Los manifiestos náhuatl de Emiliano Zapata», http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/081b/ma nifiestos_nahuatl.html.
[1]. Roger Atwood. «Poetry as Subversion: Writers and Revolution at La Pájara Pinta, El Salvador, 1966-1975″. The Americas». Published online 2024: 1-32. doi:120.1017/tam.2024.2. Las novelas mencionadas son «Cenizas de Izalco» (1966), sin mito-poética de Izalco, y «Miguel Mármol (1966-1972), cuyo trayecto de la entrevista original a la versión final jamás se comenta. Ya se comentó la existencia de un modo testimonial en los idiomas maternos, paradójicamente, en el olvido del testimonio.
[2]. Miguel León-Portilla, «La religión de los nicaraos», México; UNAM: 69. https://historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/religion/137_04_03_Creencias.pdf.
[1]. Ricardo Roque Baldovinos, «Francisco Gavidia: pensamiento y archivo». Departamento de Filosofía. Biblioteca Padre Florentino Idoate, S. J., 15 de mayo de 2022: 3. chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/http://repositorio.uca.edu.sv/jspui/bitstream/11674/5560/1/02.%20Informe%20cient%c3%adfico%20investigaci%c3%b3n%20gavidia.revisado.pdf. Para el desconocimiento de Gavidia sobre los idiomas maternos ancestrales de su lugar natal —lenca y cacaopera— véase «El cacaopera, identidad nacional en el olvido», https://www.diariocolatino.com/el-cacaopera-identidad-nacional-en-el-olvido-parte-ii-por-rafael-lara-martinez/.
[1]. Se recuerda la existencia de predicados posicionales que dificulta traducir el «Estar-en (Dasein)» sin especificar su asiento, i.e., «cátedra, la silla del poder». En este sentido, la gramática insinúa una filosofía, ya que amplía ese término hacia «Estar-Posición-en».
[2]. Carlos Y. Flores, «Visualidad, drama y ritual judicial en el sistema jurídico maya», «Escena. Revista de las Artes», julio-diciembre de 2024: 43-68. https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/escena/article/view/58668/60838.
[1]. Revista del Ateneo De El Salvador, Año I, No. 1, 1 de diciembre de 1912: 24 y David J. Guzmán, «Apuntamientos sobre la topografía». San Salvador: Tipografía de El Cometa, 1883: 505. No se comenta el concepto arbitrario de «raza» que sigue vigente en ciertos círculos políticos, i.e., clasificar las cosas por su color exterior.
[1]. José Antonio Cevallos, «Recuerdos salvadoreños», San Salvador: Departamento Editorial del Departamento de Educación, 1961/1891: capítulo XXI.VII. Se recuerda que existe un «modo testimonial» en múltiples idiomas maternos que invalidaría esos «recuerdo» sin experiencia, así como reclama su prioridad antes de la novela testimonial del siglo XX que lo ignora.
[2]. Cevallos, 1961: capítulo XIX.I.
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