Por Carlos Abrego
Aun en el soliloquio hablamos con alguien “Converso con el hombre que siempre va conmigo…”, nos dice Antonio Machado. Recurrimos de nuevo a lo trillado, al lugar común, el hombre no puede vivir solo. La unidad de base es siempre el grupo. La pareja, la familia, la tribu y la nación constituyen realidades y puntos de partida para diferentes estudios sociales.
Los grupos se forman a través de vínculos identificadores. Lo que prevalece, lo que prima es la identidad; lo que enlaza, reúne y nos da el nombre de nosotros. No obstante sin la existencia del otro es imposible el nosotros. El otro instaura la diferencia para implicarnos en la identidad del nosotros. De nuevo entramos en el juego de la atracción y de la repulsión. Ambas tienen su propia manera de expresarse, su propia retórica.
Sin querer entrar en un pantano de interminables paradojas, debemos reconocer que la instancia enunciativa presupone al otro, a mí mismo y al otro. De ahí que el que enuncia la identidad del grupo, el que señala el vínculo fundador de la entidad social se coloca afuera, frente al grupo. Se vuelve un otro para los demás, en alguien que trasgrede la norma, puesto que para delimitar la identidad del grupo tiene que colocarse al exterior.
Uno de los vínculos angulares, generador de identidad es el lenguaje. La literatura por el hecho mismo de sustentarse en la lengua juega un papel primordial en la formación de la identidad nacional. Una consecuencia social de este hecho es el rango, el lugar, la autoridad que le confiere a un hombre su estatuto de escritor. Sin duda alguna el que asume dirigirse al grupo, sabe que se está alzando a un lugar de privilegio. Sabe también que corre riesgos. Ese rango, ese lugar, esa autoridad y ese privilegio no son necesariamente económicos. Sobre todo son morales. Estamos hablando de responsabilidad.
El escritor no siempre está consciente de que maneja un instrumento en derredor del cual se forja una identidad. Al mismo tiempo, su habilidad, su maestría, su oficio lo vuelven fuera de lo común, lo colocan fuera de la norma. Su palabra es sacralizada. Su voz es una frente al resto. El escritor siempre está al límite de volverse el portavoz del grupo. Sus opiniones, sus convicciones, puesto que adquieren resonancia, puesto que se convierten en líneas de demarcación, provocan impulsos emocionales.
Ahora bien los escritores dialogan a través de sus obras no con el grupo en su totalidad, ni simultáneamente con todos. Es siempre un diálogo con una sola persona. De ahí que sus convicciones personales, su visión del mundo son percibidos como accidente, como lo particular al lado de otras particularidades. Además no se encuentran explícitas en el texto, el lector tiene que entrar en acción, buscar, escudriñar, descubrir y luego tomar partido. Recuérdese que estamos hablando de literatura y no de un discurso conceptual, sus convicciones no aparecen inmediatamente como tales, están estrechamente ligadas a las imágenes que configuran el mundo artísticamente creado.
Hablando a grandes rasgos, podemos afirmar que en la comunicación lingüística cotidiana, nosotros partimos de lo concreto (“lo que queremos decir”) y pasamos luego por lo abstracto (las estructuras lingüísticas) para que nuestro interlocutor interprete de lo abstracto que le presentamos, un concreto suyo. En el uso artístico del lenguaje, este proceso se manifiesta y se complica. El lenguaje se vuelve objeto y meta de la actividad creativa. No obstante este volverse objeto modifica su calidad de vehículo de la comunicación, la transforma. Hay aquí un valorización El lenguaje ya no es un simple instrumento, un medio, sino que un objetivo, una meta, el objeto mismo de la actividad estética. Con esta elevación a potencia del lenguaje se elevan también, inseparablemente y en consecuencia, todos los otros aspectos de la comunicación, puesto que ellos son también el objeto y la meta de la actividad artística.
La convicción personal adquiere en este proceso un nuevo rango, una nueva calidad. Su transformación más profunda es su estetización. Ya no se expresa en tanto que convicción personal, ni simplemente como convicción, sino que como un elemento inherente, propio de la obra misma. De cierta manera, es el todo artístico lo que los lectores tratan de interpretar. En ese todo las convicciones son la ideología del mundo creado. Es a partir de esa ideología que cobra valor la actuación de los personajes. Su opinión, sus convicciones coinciden o se oponen con esa ideología. Cada acción, cada movimiento, cada pensamiento de los personajes es confrontado en primer lugar, con los valores que reinan en el mundo en que el autor los pone a vivir.
Es aquí donde se opera la junción de lo particular con lo universal. La opinión que deja de ser convicción privada y se convierte en ideología del mundo imaginado, ya no es abordada, enjuiciada, analizada, confrontada con lo individual, con otras opiniones particulares. El universo artísticamente creado se confronta con el mundo real. Dicho de otro modo, la ideología estetizada concuerda o no con la ideología en vigor en el mundo del lector.
Estas mutaciones nos devuelven a lo que plateábamos al principio, me refiero al problema de la identidad del grupo, a la identidad nacional. La fuerza identificadora del lenguaje juega un rol primordial en la valoración de los planteamientos ideológicos de una obra. Al ser asimilados como manifestación de la cultura nacional, cuando su lograda estetización da en el blanco de nuestros sentimientos y convicciones, le confiamos el papel de representarnos frente al mundo. De manifestación individual, particular, accidental se convierte en estandarte del grupo. Ya no confrontamos la obra con lo puramente particular, sino que la abordamos como algo que a partir de nuestro ámbito se dirige a la humanidad entera. Con el arte entramos en la ronda del grupo universal, la humanidad.