Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Enmanuel Kant fue un filósofo alemán conocido por su Filosofía Crítica, y por su famosa “Inversión copernicana en el conocimiento”, o mejor, su “giro copernicano en el conocimiento”, en el cual establece que es el objeto quien debe girar alrededor del sujeto para poder acceder al conocimiento verdadero. Sus obras más conocidas y comentadas son sus “Críticas”, la Crítica de la razón pura, la Crítica de la razón práctica, y la Crítica del juicio; sin embargo, muchas otras obras de Kant son de alta relevancia filosófica, tanto algunas escritas antes de sus obras críticas como otras escritas después de ellas. Nacido en Konigsberg en 1724, ya en 1746, a los 22 años, había escrito los “Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas”, y en 1766, cinco años antes de escribir su Crítica de la razón pura, escribió los “Sueños de un visionario”. En su época post crítica, en 1795, a los 71 años, escribe una obra que es un monumental ejemplo para quienes gobiernan los países, reproduciendo en ella, hace 225 años, situaciones que se aplican perfectamente a nuestra realidad actual. A esta obra la llamó “Hacia la paz perpetua”.
El Salvador vive casi continuamente en una especie de lucha de unos contra otros; se envuelve con una facilidad pasmosa en guerras civiles cuyo resultado es siempre negativo para la Nación; lo hace de igual manera en guerras políticas, que desgastan a la población y la sumen cada vez más en la pobreza y en la desesperanza. Ello provoca una especie de condición existencial en la juventud, quien, ante la falta de estímulos para una vida decente y feliz, se refugia en la existencia del día a día, en los simbolismos, en los no hay mañana, y se asienta en una especie de “cojamos la flor del instante; ¡la melodía de la mágica alondra cante la miel del día!”, como habría dejado dicho Rubén Darío en su precioso poema. Pero sucede entonces que mientras esta triste situación se mantiene en el tiempo, se vuelve cada vez más real otra bella estrofa de nuestra Claudia Lars, que, en uno de sus poemas olvidados, nos acusó tajantemente: “¡Los que no tenían nombre y casi no tienen rostro….! ¡A los que mudos cayeron y ni siquiera conozco!”
El país, como el mundo entero, está siendo sacudido en sus cimientos por una inesperada pandemia causada por un virus desconocido aún. Esta pandemia no encuentra solución todavía, pero se ha venido hablando de que cuando finalice habrá una “nueva normalidad”, de la cual ya se observan signos que indican que la tal “nueva normalidad” no es otra cosa que la misma normalidad anterior del cosismo, del consumismo y de la desigualdad social que nos ha llevado precisamente a la situación que comento. No hemos sabido interpretar que este problema sanitario es un mensaje que la naturaleza envía, haciéndonos ver nuestra equivocada forma de vida, la errada visión del hombre hacia la misma naturaleza y hacia él mismo. La normalidad que será pronto nueva pero sin cambiar nada, depreda el ambiente, estimula el tener sobre el ser, busca la acumulación, la competencia, ignorando aquel postulado de Marx contenido en los Manuscritos, que hacía ver, sabiamente, que “demasiadas cosas útiles producen demasiados hombres inútiles”. A pesar de los tantos ejemplos y de los tantos mensajes, no cambiamos, y ello nos mantiene en esa constante lucha, sea esta una guerra armada, una guerra política, un enfrentamiento social. De esa manera, nunca el país encontrará una paz perpetua. Decía Kant, precisamente, en esa obra “Hacia la paz perpetua”, que lo que la garantiza es “nada menos que la gran artista, la naturaleza”, y citando a Horacio advierte que “natura daedala rerum”, esto es, “la naturaleza ordena todas las cosas”. Pues bien, si el hombre no quiere arreglar las cosas, la naturaleza lo hará, esto es axiomático: Terremotos, huracanes, inundaciones, pandemias, etc. Dice Kant a seguido que en el curso dinámico de la naturaleza brilla visiblemente una finalidad: que a través del antagonismo de los hombres surja la armonía, incluso contra su voluntad, como causa necesaria. Esperemos, pues, que ya ese antagonismo, tan visible en estos momentos dentro de la esfera política, haga su labor.
El Salvador firmó un tratado de paz, (no unos tratados de paz), para dar fin a la guerra civil que azotó al país durante más de una década; pero con tal firma trasladó simplemente el problema a la esfera política, evitando la posibilidad de lograr una verdadera paz, porque, a mi parecer, se dio algo que también señala Kant en la obra que comento. Dice el gran filósofo alemán: “No debe ser válido como tal tratado de paz ninguno que se haya celebrado con la reserva secreta de un motivo de guerra futura”; y esa “reserva secreta” fue la que llenó el espíritu de los firmantes, para luego utilizarla en el momento que consideraran oportuno para iniciar la tal “guerra futura”. Lo que se firmó fue realmente un armisticio, una suspensión de las hostilidades militares para luego continuar con la lucha política, y los celebrantes se guardaron para sí aquellas dos premisas premonitorias de la nueva lucha: “Fac et excusa”, esto es, aprovecha la ocasión favorable para hacerte arbitrariamente con la posesión de un derecho del Estado sobre su pueblo; y “si fecisti, nega”, niega lo que tú mismo has cometido para sumir a tu pueblo en la desesperación, conduciendo de nuevo a la rebelión.
Así estamos. Doscientos veinte y cinco años hace que Kant escribió todo eso, y pareciera que, en nuestro caso, lo escribió ayer mismo. Los políticos ignoran que el Estado no es, por supuesto, un patrimonio, presupuesto este preliminar para la paz perpetua, según lo expresa Kant; también presupuesta para lo mismo, que los ejércitos permanentes deben desaparecer totalmente; y además, que no debe emitirse deuda pública en relación con los asuntos de política exterior. Estos presupuestos previos para una paz perpetua, en nuestro caso se dan en un sentido absolutamente contrario.
La pandemia habrá de pasar, o al menos, el hombre encontrará una forma de conciliar con ella; pero vendrán otros mensajes mientras no decidamos en forma sincera y verdadera, vivir en una “nueva normalidad” que en realidad sea nueva para el bien del hombre. De otra manera, seguirá la fiesta, con unos voraces comensales hartándose de nuestro patrimonio nacional, y la gente sometida a la mayor de las desesperanzas. Los jóvenes, con razón, seguirán “cogiendo la flor del instante y cantando la miel del día”, y sus mayores seguirán siendo “los que no tenían nombre y casi no tienen rostro”.
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