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De la reacción y la resistencia, a la regeneración y la resiliencia

Sergi Nuss,
(Tomado de La Agenda Latinoamericana)

Los movimientos ambientales, ecologistas y en defensa del territorio son un fenómeno global de peso creciente en la gobernanza del desarrollo. Desde los primeros y quizás más visibilizados movimientos del perfil muy corporativo (como Greenpeace, WWF, etc.) ha evolucionado un universo inalcanzable de colectivos de base comunitaria en todo el mundo. Gracias al Atlas de Justicia Ambiental promovido por una eminencia internacional como el catedrático de ecológica Joan Martínez Alier, hoy en día existen contabilizados y localizados más de 4.000 casos de conflictos de justicia ambiental en el planeta.
La naturaleza de los conflictos recogidos y en marcha es muy diversa, pero se podría considerar que uno de los aspectos que comparten es el hecho de emanar del vínculo comunitario con el sitio. Lo que Yi Fu Tuan definió como topofilia, entendida como los lazos afectivos de las personas con el entorno material. Lazos que en el sur global adquieren trascendencia vital, ya que muy a menudo los conflictos son resultado de la destrucción y/o usurpación (o amenaza) de los territorios, hábitats y recursos naturales (agua, alimentos, medicamentos…) de poblaciones indígenas y campesinas. Son conflictos de distribución de la riqueza ecológica, cuyos detonantes principales son la apropiación de la tierra para la explotación forestal, la producción agroindustrial, la minería, la producción de energía, y la gestión de los recursos hídricos. Litigios en los que unos poderes y corporaciones instaurados en y por la economía extractivista y que operan en los mercados globales disputan los recursos de soporte vital de pobladores ancestrales o “desterrados por el sistema” (el MST de Brasil, por ejemplo). La resistencia de dichas comunidades en defensa de sus recursos esenciales está suponiendo un creciente y execrable número de personas fallecidas, con 227 asesinatos en 2020, de los cuales, 170 fueron en Latinoamérica según Global Witness. No en vano, en 2019, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas recogía que “no puede haber protección ambiental sin el reconocimiento y respeto hacia los defensores ambientales”.
Visto a mayor escala y en conjunto, los movimientos en defensa del territorio, tienen un papel de contención de las transformaciones drásticas del entorno frente al antropoceno.

Un rodillo que devora, transforma y disipa tanta materia y energía que actualmente todo lo fabricado por la especie humana supera la biomasa planetaria (Milo et al 2020).
Desde el punto de vista psicoemocional, la reacción y resistencia de los movimientos en defensa del territorio es una barrera a la pérdida traumática del sentido lugar. Los territorios se han convertido en más soportes funcionales para flujos globales de bienes y servicios. La movilización comunitaria es un resorte para salvaguardar identidades territoriales que han evolucionado durante siglos o milenios con hondas raíces entre la cultura local y matriz biofísica.
Cuando se traslada esta noción al norte global, a menudo se tilda el activismo territorial de NIMBYs (“no lo haga en mi jardín”), ignorando que también hay un hilo conductor entre el paisaje y las comunidades locales que se está viendo amenazando. Asimismo, allí donde las oportunidades económicas son elevadas, las presiones, los intereses y la planificación orientadas a la explotación intensiva del territorio (turismo-construcción, comercio internacional-logística-grandes infraestructuras, agroindustria y/o ganadería intensiva, materias primas para en la industria, recursos energéticos, etc.) son incesantes. Las movilizaciones de base para combatir esta visión puramente mercantilista del entorno son la consecuencia natural y han ido en aumento a medida que la población va empoderándose.
Muchos son los retos a enfrentar en un contexto de emergencia climática y crisis ecológica.

 

Gracias a los procesos comunitarios de defensa del territorio se puede articular la población para ralentizar la maquinaria extractivista del antropoceno, creando oportunidades para repensar el territorio en clave de regeneración y resiliencia socioecológicas, dos dimensiones de un nuevo tipo de civilización que apenas estamos empezando a comprender.

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