René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Hay varias razones por las que muchos académicos –que sin tener las credenciales mínimas se hacen llamar “intelectuales” y reparten tarjetitas de presentación como si fueran de Navidad- se niegan a participar o simplemente desprecian las luchas de calle del pueblo: a) tener una visión-opción teoricista de la ciencia y la cultura, visión que considera que la lucha de calle denigra y que puede ser sustituida, como lo plantea el socialismo utópico moderno, por la diplomacia de las firmas o por la buena voluntad de los ricos; b) tener una ideología contraria a los intereses del pueblo, esa ideología falaz que, al no creer en la lucha de clases, termina siendo parte de ella, pero del lado del victimario consuetudinario y del explotador estructural; c) sufrir el síndrome de la comodidad extrema propia del súbdito moderno que, sentado y tomando Coca Cola, espera que otro resuelva los problemas por él (que otro se ensucie las manos y beba gas pimienta) cuando estos, le guste o no, deben ser resueltos en la calle porque tienen que ver con la lucha de clases que está más vigente que nunca; o d) tener miedo de sentir en carne propia aquello de lo que tanto escriben: la represión, la dictadura, la muerte, la cárcel, el exilio. Esa negativa feroz a luchar junto al pueblo -porque no se comprende críticamente la realidad y su relación con la teoría- es, precisamente, lo que hace que no sean intelectuales, si no que simples titulados o, en el mejor de los casos, intelectuales de papel.
No importa cuál sea la justificación que esgrima el intelectual de escritorio y traje formal que, por conciencia-espejo, cree que es de sangre azul y, por ello, superior al pueblo del cual por lo general proviene (una falsa y risible división de clases; una resucitación del ladino copión), o cual sea la causa que deduzcamos quienes los vemos quedarse sentados o bajo la cama, el resultado siempre es el mismo: la inacción social que celebra la burguesía; la falta de acompañamiento que condena el pueblo; la falta de pensamiento crítico -parido en la fuente del conocimiento social- que resiente la universidad.
Sin embargo, la guerra contra la privatización del agua en El Salvador -la más sustancial de todas las guerras, sin duda alguna- junto a la denuncia categórica del maltrato al que son sometidos nuestros niños en la frontera Texas-México, es una buena oportunidad para demostrar y mostrar, a propios y extraños, cuál es el papel de los intelectuales, los estudiantes, los artistas, los trabajadores y los movimientos sociales en la transformación de la realidad, la cual pasa por una ruptura real con la lógica del capitalismo y con la epistemología de la injusticia social (práctica y teórica) que le han sacado las vísceras a las planicies de los países pobres para alimentar a los países desarrollados, y han envilecido los libros para alienar o minimizar el pensamiento crítico. Las cifras al respecto son críticas: el Informe sobre la Riqueza Global, 2015, destaca que “el 0.7% de la población mundial, la cual representa cerca de 34 millones de personas, posee el 45.2% de la riqueza global, mientras que 71% de la población cuenta solo con el 3% de la riqueza mundial. Eso quiere decir que el 1% más rico tiene tanto patrimonio como todo el resto del mundo junto”. Lo mismo podríamos decir en cada caso nacional, es decir que, en la actualidad, el 1% más rico del país tiene tanto patrimonio como el resto de toda la población junta. ¿Será necesario otro dato?
De nuevo, en una realidad tan tajantemente injusta cabe preguntarse: ¿cuál es el papel del intelectual? ¿Qué tipo de intelectual demanda la sociedad para ser crisol de la virtud humanista y simbólica que transforma todo? ¿Para qué sirven los intelectuales en una realidad como la capitalista? Para el marxismo la respuesta es fácil y al reflejo: el intelectual, a diferencia del pálido erudito del siglo XVIII y XIX que no salía de la biblioteca, en esta coyuntura que vive la sociedad salvadoreña es: vestir traje de fatiga y formar parte de la masa crítica militante (o formarla en las aulas y mítines) y, además, ser los oídos, la voz, los ojos, los pies y las manos del pueblo, de los oprimidos, de los excluidos del progreso económico, de los perseguidos o vetados por razones políticas e ideológicas, de los patriotas sin patria ni patrimonio, de los siempre explotados por la plusvalía en todas sus formas, de los que emigran para no morir.
En ese sentido ontológico, el intelectual –sobre todo el de las ciencias sociales, las artes y las humanidades- debe ser capaz de idear al detalle y exponer alternativas políticas, culturales, ideológicas y económicas a los procesos de privatización y alienación, hacerlo tanto en el escritorio como en la calle; tanto en la computadora como en la cárcel; tanto en un conversatorio como en manifestación; alternativas basadas en la justicia social y en la democratización de los países, premisa que permitiría llevar un poco de democracia real a los hoy nefastos organismos financieros internacionales que repiten, con dolo y alevosía, el tipo de intercambio que hicieron los españoles con los indígenas.
Así, el papel del intelectual, una vez convertido en tal, debe consistir en denunciar constantemente el desarrollo desigual y las desigualdades sociales que genera de oficio (la concentración de la riqueza y del ingreso en muy pocas manos, la profundización de la inequidad y el alejamiento de unos países con otros hasta el punto del no retorno) e insistir en el desarrollo humano partiendo de la población más necesitada. En ese sentido, el intelectual no puede mantenerse al margen de la realidad, o de espaldas a ella (como si estuviera recluido por su propia voluntad en la caverna de Platón colgando diplomas en sus paredes), mientras la mayoría de la gente -su gentecita, sus compatriotas, sus hermanos- sigue siendo víctima de la desigualdad, la injusticia social, la opresión y la segregación que resultan de la ferocidad de los colmillos neoliberales cuando se juntan con la disimulada apatía de las izquierdas continentales que en lugar de reacomodar la realidad burguesa se acomodan a ella. Por tanto, la voz del intelectual debe ser una voz ineludible en los tiempos que corren participando en la formación e información de los pueblos y ofreciendo argumentos sólidos y frescos contra las injusticias y las desigualdades que deben combatir frontalmente.