Mauricio Vallejo Márquez
coordinador
Suplemento Tres mil
“¡Pura babosada!”, así decía con fuerza el profesor Mario Torres cada vez que un alumno no lograba resolver alguno de los problemas de matemáticas en el pizarrón. Luego, se reía con todos. Era divertido el profesor Torres. Como quien no quiere la cosa se terminaba haciendo amigo de todos y, al final, todos lo recordarían como “Nota”, porque era su muletilla incondicional para todo.
En la vida de estudiante hay maestros que se van volviendo todo unos personajes, porque entran al salón de clase como individuos caracterizados, dispuestos, sin saberlo, a dominar la escena. Cada profesor iba dejando su huella, pensando en que solo existía el momento ese.
El profesor Carlos Zepeda fue quizá el más omnipresente de mi adolescencia. Lo veía todos los días en la formación general, en los pasillos del Colegio Cristóbal Colón y en su oficina. Creo que era el digno equilibrio y árbitro entre los dos mundos: estudiantes y maestros. Él era el subdirector de tercer ciclo y aún cuando pasé a bachillerato se ganó siempre el respeto y cariño. No sé si había leído a los grandes estrategas de la humanidad, porque sabía hacer las cosas muy bien y con total serenidad; a pesar de que jamás lo vi enojado se ganaba el respeto de todos. Creo que él fue uno de los maestros que siempre fue llamado “profesor Zepeda”, y nunca tuvo apodo. Pero lograr eso entre estudiantes es algo muy difícil. En mi salón había un verdadero zoológico: Zarigüeya, jirafa, lagartija, vaca, gato, rata, cerdo, chompipe, ballena; y también todo tipo de artículos: zapato, paila, mochila, corcholata, lápiz, calzoncillo. Y de alimentos ¡ni hablar!. Lo increíble del asunto es que los apodos se convertían en nombres y a muchos jamás se les supo el nombre que tenían en su partida de nacimiento.
Los profesores eran sumamente pacientes. Algunos incluso se fueron haciendo amigos y más que amigos. Es que en verdad la profesión de maestro no sólo implica convertirse en un facilitador o en un ejecutor de disciplina, sino en un guía y un amigo. Y, a veces, esa amistad también trae como parte de eso el tener apodo. Recuerdo, por ejemplo, que el maestro de educación física se apellidaba Masis, pero todo mundo le decía “El gallo”, tanto que jamás supe su verdadero nombre.
Cada vez que llegan estas fechas me encantaría mencionar a todos mis maestros, ir a visitarlos y darles las gracias por todas sus enseñanzas y muestras de cariño. Todos aportaron de una u otra forma al crecimiento que vamos teniendo, así como lo hacen los grandes maestros de la historia cuando los vemos en los libros, quizá sin ser maestros de profesión pero sí en sus acciones, las que al final siempre hablan por ellos.