Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech, remedy
Desde Comala siempre…
Ese día incierto de mayo, try F. T. salió a dar una vuelta. Vivía en el pequeño cuarto de un apartamento que le alquilaba un amigo. Parecía amplio en una ciudad tan poblada donde cada rincón se volvía íntimo. Un estrecho cuarto de azotea le resultaba tan personal como el cuerpo que arropaba a diario. Sólo se explayaba al marchar fuera del edificio de seis pisos. Su fachada de ladrillo beige retenía el cielo adormecido. Si la voluntad huía del cuerpo en los sueños —intuía— su silueta emigraba hacia un mundo abierto y ajeno, cialis lejos del encierro nocturno. Solía bajar a pie batiente las escaleras en caracol, cuya madera crujía himnos en oboe a su paso rápido y ansioso. Al frente, la calle se ensanchaba a múltiples vías. Al doble carril habitual de los vehículos se añadía el de las bicicletas, breves autobuses y amplios andenes, al medio y ambos costados. La llovizna intermitente acabó de reanimarlo. Al líquido helado que le humedecía el rostro se mezclaban flores blancas y rosadas de los almendros. Los pétalos se desprendían de los castaños recién reverdecidos. La fría primavera temprana salpicaba copos en arco iris a su costado. En la plaza que la marcha aligerada recorría sin respiro, se había apostado un mercado imprevisto hacia el cual confluía todo el vecindario. Había que buscar sustento. La crisis arreciaba obligando a vaciar armarios y bodegas cuyos viejos anaqueles, enmohecidos por el claustro, ansiaban el aire libre. La brisa fresca renovaría la esperanza y el bolsillo. Ahí mismo, entre el gentío de mirones, jeans deshilachados, tecnología obsoleta, se encontró con “Phébé par Bruchon (Febé por Bruchon)”, titánida hija del cielo y de la tierra. Como la luna a faz cambiante, la ninfa cuidaba la entrada al oráculo. La adquirió a sólo diez euros de un vendedor que le aseguraba lo difícil de vivir como inmigrante magrebino con una familia a quien mantener. Si la compra contribuía a una causa ajena, la ninfa en bronce enarbolaba el cuarto creciente del camino a reanudar. Cruzó el cours de Vincennes hasta proseguir la rue de Charonne —agitada y comercial— hacia la rue du Repos que, en honor a su nombre, concluía en un cementerio famoso. Sólo un edificio a fachada metálica rompía la monotonía de la piedra lisa en coro de réquiem. El espejeo del aluminio proyectaba la terraza de un café bordeada de viñas y frutales en macetas que desafiaban el cemento. Se sentó a disfrutar una cerveza a la escucha de conversaciones fútiles que, entre risotadas y muecas, afirmaban la convicción actual al retrato. “En el selfie existo. Ya no pervivo en la palabra que enuncia el sentimiento esquivo, sino en la imagen colorida del silencio”. En el silencio prosiguió por la calle del descanso adoquinado hasta desembocar en la entrada lateral del cementerio. El impaciente aleteo de la ninfa rimaba el verso de quien inocente revivía la pena de Job por el deceso de un hijo lejano. “El Leteo que las penas borra” … “El éxito mayor en el destino/es aquel que encontramos en la muerte”. Su canto de lamentación caducaba bajo la raíz de un árbol cuyo arraigo vegetal alzaba el verde de una mirada filial en fronda. “Jamás veré tus ojos de nuevo”. Cantaba la lejanía el recuerdo de un epitafio bíblico que sólo las antiguas antologías transcribían a la letra. “La cima de tu ausencia cultiva frutales urdidos a la sombra”. El epitafio de dos jóvenes, desconocidos de sí, vecinos por las flores que adornaban sus tumbas. “Dentro de esta casa nacimos/lanzados a un mundo bestial sin sustento”. “En este sitio donde el polvo inscribió tu paso bajo el almendro, hacia el sueño llegará la raíz de tu mirada”.
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