Por Mauricio Vallejo Márquez
Tras la cuarentena que vivimos en el 2020 los espacios culturales presenciales cada vez son menos. Sin dejar de lado que en escasos lugares que aún desarrollan actividades existe el usual tribalismo que hace menos posible el desarrollo de recitales, conciertos y actuaciones. La mayoría de eventos se desarrollan de forma virtual, ya no hace falta tomar un avión para compartir un poema en México o en España, solo se requiere que exista una voluntad consensuada para coincidir en horario frente a la pantalla de un celular o de una computadora. Y todo esto aunque parezca negativo, es bueno.
La cuarentena del 2020 nos abre la puerta para aprender a encontrar rutas donde no existen, así como para superar resistencias a la tecnología o a la diplomacia. Lo que vivimos ahora es la oportunidad para ser creativos y tener verdadero tesón para seguir compartiendo nuestro arte. Algo que ya está implícito en el artista, el artista es un ser desinteresado, sino cómo explicar que en un país como el nuestro donde se debe ser tan generoso y obstinado para seguir en un oficio que no brinda el salario suficiente para nutrirse adecuadamente, ya no se diga para pagar el alquiler o comprar medicinas. Los artistas sobreviven en uno de los países que cada vez todo está más caro ( ahora un dólar de tomates son tres unidades, cuando antes eran seis u ocho).
Los artistas son fundamentales para una sociedad. Su existencia le brinda colorido, estructura e historia a una nación. Sin embargo, pocos gobiernos le han dado ese valor. Por lo general lo usual es que los partidos y figuras políticas únicamente los utilizan para amenizar sus mítines y campañas electorales, después pasan al olvido; otros artistas ven la oportunidad de ganar algo de dinero y se sumen a inclinar la cabeza a cambio de prebendas, compra de sus artículos y favores. Algo que ha pasado, pasa y pasará; es parte de la historia humana y siendo realistas es poco probable que cambie.
Pero no debemos olvidar que el artista deja la huella de la sociedad a las siguientes generaciones. Nuestra historia no sería la misma sin la Ilíada de Homero, El Quijote de Miguel de Cervantes o El Nido de Alfredo Espino (que la gran mayoría aprendimos de memoria mientras fuimos estudiantes de primaria). Nuestra fe y moral proviene del libro sagrado de los judíos, La Torá, que con las evoluciones de las religiones se reunió con otros libros considerados sagrados que denominaron como La Sagrada Biblia. Nuestras casas son la consecuencia de cientos de años producidos por la arquitectura. Nuestras casas se basan en decoraciones elaboradas o imitadas por pintores y escultores. Y los vehículos en los que nos transportamos y la ropa que usamos a diario igual fueron diseñados por artistas. Hasta las fotos que nos tomamos las imitamos de los fotógrafos. Todo lo que hacemos tiene la huella del arte.
Los gobiernos deberían observar esto. Los países desarrollados lo son porque aprovechan sus recursos, y el arte es uno de ellos. Podrían capacitarse y organizarse para vender sus productos al Estado, a los ciudadanos y para exportarlos. Está bien que le presten atención al Blockchain, es el futuro en esta Cuarta Revolución Industrial, pero igual hay que darle ojo a lo que tenemos sin miramientos de que este sea rojo, azul o amarillo porque somos un solo país. El Gobierno tiene la oportunidad de darle valor a su gente, a sus deportistas y a sus artistas, preocuparse por la gente y no sólo por sectores que les sean afines. Aprender a crecer depende también de la capacidad de pensar en el próximo y eso es algo que los artistas pueden enseñarle a los políticos. Un político trabaja para ganar votos y para lograr sus objetivos individuales, el artista se parece en eso; pero se diferencia en que proporciona algo espiritual, un gusto, un conocimiento que aporta a la sociedad para darle identidad y genuina esperanza o para reflejar lo que de verdad sucede siendo objetivos en su subjetividad. El artista es generoso, puede darlo todo por amor. Acaso, ¿el político puede hacer esto?
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