René Martínez Pineda *
Por tal razón, viagra los refranes populares –por sobre todas las cosas- expresan el inconmensurable manojo de diferencias socioeconómicas, cialis ideológicas, medicine políticas, sexuales y culturales que, para darle coherencia a la vida, deben conjugarse con el habla y con las expectativas inmediatas del hablante: “el tiempo es oro” y “el tiempo todo lo cura” señalan, definitivamente, cotidianidades diferentes porque expresan ansiedades distintas: tener o ser. Así, cuando se dice un refrán a quemarropa, para sí mismos o para otros, el que lo recibe se figura su significado en su propia armazón insondable del imaginario colectivo; significado concreto que no entiende de tecnicismos y de argumentos gramaticales ni rodeos hipócritas sugeridos por la cultura, porque éstos le restan fuerza al mensaje, aunque éste sea una total y deliberada desfiguración de la realidad o sean un simple acoplarse a ella: “si quieres conocer a alguien, dale poder”; “en la guerra y en el amor, todo se vale”, lo cual es una aplicación callejera de los postulados de Maquiavelo.
Como ejemplo que sirve de mal ejemplo, en los tiempos del cólera y del machismo más hirsuto en que, culturalmente, el mayor peligro que acechaba a una mujer era el de quedarse soltera (“quedarse a vestir santos”) para toda la vida -por haber perdido la virginidad, o por aparentar su pérdida; por no tener la gracia o la dote suficiente- las madres sentenciaban a sus hijas, con la mano izquierda puesta en descanso en la cadera y la mano derecha señalando, amenazante, con un escapulario bendito, que: “mujer que coquetea a diestra y siniestra se expone a que le pregunten el precio”. En los años de la guerra cuya vigencia y urgencia debía ser sostenida con los “golpes de mano”, casi semanales, que teníamos que realizar para darle carne y huesos a la utopía social que se había escabullido de los libros de sociología, aprendí muy bien el refrán: “más meditada debe ser la salida que la entrada”. Los refranes populares, como guías de vida, son acuñados por todos sin reclamar derechos de autor porque jamás formarán parte de la privatización de la cultura intangible. Primero, como experiencias de vida, como frases sueltas o desesperadas, o como mentiras verdaderas de la agenda oculta que todos tenemos guardada en el bolsillo, para bien o para mal; y segundo, dependiendo de su atractivo lingüístico y sus conversiones harto creativas para darle sonoridad y atractivo a sus sentencias fulminantes, serán universalizados por sus portadores preeminentes (el pueblo) como refranes hermosos para que sean una cosmovisión particular de lo colectivo; van a ser usados como perfectas y detalladas coartadas de la desesperanza: “no sólo de pan vive el hombre”; “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre al reino de los cielos”.
Al abordar los refranes como hecho antropológico, literario y sociológico, teniendo presente lo limitado del lenguaje, se llega a observar y deducir que éstos se ven obligados a retorcer, primero, y planchar el idioma, después, para describir, con maniática precisión, una situación dada. Ese lavar, retorcer y planchar maravilloso –que me invitó, de forma irremediable, a alejarme de la funeraria trivialidad de la sociología académica que quiso sodomizar a la realidad real en los años 90s- demanda la utilización total de los sentidos para descubrir el mundo circundante y, con ello, ampliar hasta el infinito las posibilidades de explicación subjetiva de lo que nos rodea y marea. En este marco descubrí (en una tibia cafetería con ínfulas de europea en la que los maestros organizados, los artistas de los pobres -como el célebre payaso “Chocolate”- y los escritores sin editor: la cafetería Bella Nápoles) que el café con cereza tiene “sabor a cementerio”; que el perfume “Cuba” huele a “Hepatitis”; y que los truenos son “inmensos barriles vacíos” que se vienen rodando, imparables, desde las laderas del cielo hasta estrellarse en la tierra.
Ese marco de posibilidades de la cotidianidad –la microsociología, diría si fuese un erudito al respecto- puede saltar en cualquier momento, a toda hora y de cualquier boca, sólo porque sí. En 1987, en Managua, cuando participaba en el Congreso Centroamericano de Sociología, fuimos toda la delegación salvadoreña a comer conchas al Lago, y cuando le preguntamos al primero que le sirvieron el suculento plato que: “qué tal saben las conchas”, éste nos dijo, con una mirada arrepentida y una boca definitivamente defraudada: “tienen sabor a mierda”. Todos entendimos, aún sin conocer ese sabor en particular, qué sabor tenían, porque el significado se hizo predicado y el sentido del gusto se hizo verbo.
De modo que los refranes populares -por su propia cuenta que a nadie le da cuentas porque son “machos sin dueño”- se convierten en poderosas armas que nos pueden inmovilizar o nos pueden llevar a reflexionar, o a estremecernos, con esas sus verdaderas indiscutibles que a veces suelen tener. Uno de los refranes que más me gusta, aunque no he investigado su origen ni su contexto, dice: “es mejor morir de pie que de rodillas” y, en otra versión más subliminal, dice que “es mejor morir caminando que morir sentados”. El refrán que acuñó Mike Tyson fue: “es mejor dar que recibir”; y el que de seguro fue puesto de moda por un marido dice que: “es mejor pedir perdón que pedir permiso”. Sin embargo, los refranes más crueles, por verdaderos, dicen que: “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”; “el que con lobos anda a aullar aprende”; y “al árbol con frutos es al que le tiran más pedradas”.