Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Nacidas de la exclusión social y de la deportación de nacionales -infractores de la ley- provenientes de los Estados Unidos, malady las llamadas maras o pandillas fueron alcanzando niveles organizativos y logísticos capaces de poner en jaque a la debilidad institucional de posguerra, afectando de este modo, a la sociedad en general, llevando dolor y luto, sobre todo, a los más humildes salvadoreños.
Una sociedad altamente represiva, forjada en casi medio siglo de militarismo, se enfrentó a una cruenta y larga guerra civil. Sin embargo, después de la firma de los acuerdos políticos, todo el aparato de control policial y militar, se desmontó, para dar paso a la nueva institucionalidad. Se hicieron reformas y cambios drásticos que separaron las funciones de seguridad de la potestad estrictamente castrense. Lamentablemente, este cambio radical, entendible por la terrible trayectoria que pesaba sobre los antiguos cuerpos de seguridad, dejó un peligroso vacío de protección ciudadana, que pronto aprovechó la criminalidad.
De forma vertiginosa, las pandillas evolucionaron, estableciendo nexos con el narcotráfico de gran escala, y con otras asociaciones delictivas, hasta llegar a la crítica situación en que nos encontramos.
El gran pensador y maestro, don Alberto Masferrer escribió un editorial en su periódico Patria, que nos da muchas luces al respecto. El editorial en cuestión se titula “Debía siete muertes”, y hace alusión a la frecuente captura de algún malhechor de aquellos tiempos, publicada en los rotativos nacionales, a quien normalmente se le adjudicaban no menos de siete asesinatos sangrientos. Masferrer pone en duda –de una forma provocativa- dicha cantidad, por lo que se pregunta: “…cómo, repito, en un ambiente tan estrecho y supervigilado pueden los bandoleros alcanzar a cinco, siete y más homicidios, es cosa que está absolutamente por encima de mi comprensión”. Luego Masferrer comenta su vivencia en el campo y reconoce “de lo que es capaz un perverso a quien las autoridades le temen”. Concluyendo que: “…son muy capaces esos próceres de cometer sus cuatro o cinco muertes sin encontrar para ello mayores reparos”.
Sabemos que la corrupción no respeta rangos ni instituciones, y que es un complejo problema histórico, por ello mismo, su erradicación es un imperioso mandato para cualquier administración gubernamental, si desea tener éxito en el restablecimiento del orden.
El problema actual es de tal magnitud, que excede a lo político-partidario, o a las lecturas bienintencionadas de la academia. Debe existir en esta coyuntura, una respuesta firme del Estado (como lo han declarado y confirmado, el Presidente y el Vicepresidente de la República) ante el desafío, ataque y hostigamiento de quienes siembran el terror entre las filas civiles y uniformadas. No será posible el desarrollo económico, social y cultural, si el Estado no garantiza la defensa de la ciudadanía. Y en esta tarea todos debemos apoyar las acciones gubernamentales, encaminadas a devolver la tranquilidad y la paz al país.
Don Alberto Masferrer, un preclaro pacifista, distingue muy bien, entre el uso de la fuerza irracional, y la legítima defensa, así nos lo dice en este fragmento último del citado editorial: “Por qué los criminales no han sido capturados inmediatamente después del primer homicidio? ¿Lo fueron, y luego se evadieron una y otra vez, yendo a repetir sus nefandas proezas? ¿Por qué no los han fusilado, si los capturaron después del tercero o cuarto homicidio?”.
Salvando los contextos, lo que resulta claro, es que la reacción del Estado deberá ser inteligente, estratégica, irrevocable y firme, ése es, el clamor del país.
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