Luis Armando González
Aparentemente, en nuestro país, el debate público goza de buena salud, no solo por los variados espacios de opinión que han proliferado en las últimas dos o tres décadas, sino también por la facilidad y libertad con la que cualquiera dice (o escribe) lo que se le ocurre, especialmente en Internet. Sin embargo, quizás se deba ser menos optimista acerca del estado del debate público en El Salvador; quizás sea conveniente examinar más de cerca (y más en el fondo) sus dinámicas y prestar atención a algunas de sus debilidades, las cuales no deberían ser indiferentes a quienes pretenden hacer del debate público un pilar de la democracia.
Una primera característica del debate público salvadoreño en la actualidad es la centralidad casi exclusiva que tiene en el mismo la realidad política (principalmente, desempeño del gobierno central y la Asamblea Legislativa, y el quehacer de los partidos políticos). Y lo que predomina en los enfoques, planteamientos, opiniones, comentarios, etc., es una valoración negativa de la política, sobre la cual se hace recaer la responsabilidad de los males fundamentales de El Salvador. Es decir, lo que predomina es la visión según la cual los problemas del país son causados por la política y los políticos, ya sean estos funcionarios del gobierno central, diputados de la Asamblea Legislativa o dirigentes partidarios que se oponen al “relevo generacional” en la derecha y en la izquierda.
Para muchos, entrar al ruedo de las ideas sumándose a esa visión –con un análisis, un comentario, un chiste o una burla— es aportar al debate democrático. Y, dejando de lado la calidad de esos aportes, nadie puede negar que la crítica al gobierno, a la política y a los políticos, es parte de aquel. Ahora bien, lo que hay que preguntarse es, primero, si hace bien al debate democrático convertir a la política y los políticos en tema exclusivo de discusión pública; y, segundo, si es correcta la apreciación de que todos los problemas del país se le pueden achacar a un mal desempeño político. Ambas preguntas están relacionadas, y se tratará aquí de darles un tratamiento razonable.
Hay que decir, ante todo, que la política y los políticos (el gobierno, la Asamblea Legislativa, los partidos) constituyen una instancia configuradora de la realidad nacional, y que en lo que atañe a su incidencia positiva o negativa en esa configuración el debate público debe ocuparse de ellos. No deben, pues, salir de la mirada pública, siendo deseable que lo sean de manera amplia y equilibrada, es decir, sin simplismos y maniqueísmos poco críticos.
Ahora bien, la realidad nacional no solo es configurada por la política y los políticos. Entre las instancias relevantes que la configuran –en una lista corta—, están los sectores empresariales, los medios de comunicación (principalmente, las grandes empresas mediáticas), las iglesias, las fundaciones y gremios (empresariales), y las universidades. Importantes dinámicas del país, desde 1992 hasta el presente (en la pobreza, los salarios, la política fiscal, las políticas económicas, en el consumismo, la calidad de la educación, por ejemplo) no se entienden sin el papel jugado por las instancias mencionadas. Incluso el perfil del Estado salvadoreño –ese que se fraguó a partir de 1989— no se entiende sin incidencia política de los sectores empresariales, FUSADES y la ANEP en los 20 años de gestión de ARENA (1989-2009).
Males generados por el desempeño irresponsable de estas instancias no corren por cuenta de la política y los políticos, aunque sí vaya a la cuenta de algunos de ellos su complicidad o el haberse hecho de la vista gorda, o no haber usado el aparataje estatal (debilitado) para poner un alto a sus desatinos. No aceptar la responsabilidad de empresarios, medios de comunicación, iglesias y universidades en las dinámicas del país (esas en las cuales tales instancias juegan un rol decisivo) es sacarlos de la mira pública, permitiéndoles seguir haciendo lo que siempre hacen, lo cual no es necesariamente positivo para la sociedad.
Precisamente, al sobredimensionar la importancia de la política y los políticos en los problemas nacionales, se ha bloqueado la discusión seria y a fondo de esos otros actores e instancias que tienen también su propia responsabilidad en la gestación y afianzamientos de esos problemas. De alguna manera, esos actores e instancias se han blindado ante la crítica pública. Tienen responsabilidad en algunos de los graves problemas del país, pero nadie examina críticamente su papel y menos aun se atreve a pedirle cuentas.
El ejemplo más evidente es el de los empresarios salvadoreños, de cuya voracidad prácticamente nadie habla. Pareciera que no tienen nada que ver con la configuración estructural de El Salvador. Y de las grandes empresas mediáticas o las universidades cabe decir lo mismo. Así, se habla de la baja calidad de la educación, pero casi nadie habla del mercantilismo educativo, de la explotación de los docentes hora clase o del papel de las universidades en la ejecución de la malograda reforma educativa de Armando Calderón Sol.
Algo anda mal en el debate público cuando hay instancias, configuradoras de la realidad nacional, que están blindadas ante la crítica, ya sea por el temor que se pueda tener al hacerlo, por su victimización (por ejemplo, alegando amenazas en contra de la libertad de expresión) o porque sencillamente se da por sentado que hay instancias (universidades, por ejemplo) que están más allá de toda crítica. Un debate público democrático no debería admitir que haya alguien o algo que no pueda ser objeto de la crítica. En El Salvador, sucede justamente lo contrario: se admite que hay personas e instituciones a las que no se puede herir ni con el pétalo de un rosa.
Algo grave es que algunas de esas personas e instituciones se dedican a la crítica pública, es decir, intervienen en el debate público con una autoridad incuestionable (lamentablemente), sabiéndose inmunes al mismo tipo de examen al que someten a otros, principalmente a la política y a los políticos. Porque también en estas instancias de análisis académico se ha caído en el juego de sobredimensionar a la política y a los políticos, contribuyendo al blindaje de empresarios, medios de comunicación, gremios, iglesias… y universidades.
Quizás, aparte de haberse vuelto invulnerables a la crítica, la principal falla de estas instancias académicas es no cumplir con su responsabilidad social fundamental, que es ofrecer a la gente una visión del conjunto de la realidad nacional, con sus diversos ámbitos y la jerarquía entre ellos. Una universidad traiciona su misión, de cara a la sociedad, cuando pierde de vista la estructura social, y cuando se suma a la visión común monotemática (impuesta por la derecha) de que la política y los políticos son la fuente de todos los males en El Salvador. Una opinión como esa no debería estar en boca de ningún universitario que se precie de tal, pues este debería saber, como mínimo:
“Primero: que la realidad no es fácil de percibir porque nunca es lo que parece. Segundo: que el conocimiento científico es conocimiento de la totalidad y de sus leyes de movimiento. Tercero: que el conocimiento es social, es decir, político y, por ende, peligroso. Cuarto: que una sociedad es una totalidad estructurada por relaciones jerárquicamente ordenadas. Quinto: que la sociedad que intentamos conocer, esta en la que vivimos, es un tipo de sociedad específica, el capitalismo, de las tantas posibles, que funciona, como todas, según una legalidad inmanente. Sexto: que es un fenómeno histórico y, por ende, transitorio”.1
A un universitario de los años sesenta, setenta y ochenta (del siglo XX) –especialmente si lo suyo eran las ciencias sociales y las humanidades— no le eran ajenos esos supuestos teóricos y éticos. En el presente, cuando la mercantilización de la educación superior ha llegado a extremos obscenos, suelen brillar por su ausencia, incluso en instituciones que les dieron vigencia en una época ciertamente heroica.