José M. Tojeira
La ausencia de ética en política lleva con frecuencia a pensar que lo único que le está vedado a un político es cometer un crimen o una ilegalidad. Incluso hay actividades ilegales, ambulance en el caso de los diputados, malady que si no constituyen delito grave, están de alguna manera protegidas por la ley. En efecto, la Constitución protege de tal manera a los diputados que sus delitos leves sólo podrán ser juzgados cuando se termine el período legislativo para el que fueron elegidos. Para iniciar un juicio a un diputado, además, se necesita un proceso de antejuicio en el que los colegas del propio partido son jueces y parte defensora con demasiada frecuencia. De este modo un diputado puede injuriar, tener comentarios injustos o insultantes, comportarse como un antifeminista consumado, disparar un arma el día de su cumpleaños en estado de ebriedad, o cualquier otro disparate, sin que ello tenga mayores consecuencias. Y lo que se dice de los diputados se traslada fácilmente hacia otros cargos y posiciones políticas. Nuestra costumbre es acudir a la presunción de inocencia, aunque las pruebas públicas sean abrumadoras. No importa que se mienta o que se falte paladinamente a la ética.
Frente a este modo de comportarse deberíamos aprender no sólo de otras formas y modos de hacer política, donde los propios políticos piden perdón por cualquier frase incorrecta, sino de lo que es normal en las democracias desarrolladas: Deducir responsabilidades. Tenemos ejemplos tanto en la política como en la sociedad civil. Valga al respecto la decisión que la semana pasada tomó la NBA, o el propio fútbol español. El comentario racista de Donald Sterling, dueño de Los Ángeles Clippers, le ha costado la prohibición de por vida de asistir a los partidos de la NBA. Su comentario no constituyó delito. Ni se aludió a presunción de inocencia hasta no ser vencido en juicio. Simplemente constaba a través de una grabación que había hecho un comentario racista en una conversación privada, pero que implicaba un claro desprecio y deseo de marginación hacia la minoría negra, para que se le dedujeran responsabilidades y se le sancionara. Lo mismo ha sucedido con el joven que arrojó un banano a Dani Alves en un estadio español. Perdió el trabajo y se le prohibió de por vida la entrada en el estadio del Villarreal.
Entre nosotros el caso Flores muestra la terrible ausencia de cultura democrática. El simple hecho de que un cheque de una donación internacional fuera a parar a un banco de las Bahamas, paraíso fiscal amado por los evasores de impuestos, requería una explicación inmediata y clara. El no hacerlo, o el dar una explicación insuficiente, implicaría una expulsión del partido en cualquier país con verdadera cultura democrática. Y por supuesto, simultáneamente, una investigación judicial. Entre nosotros tuvo que intervenir el presidente de la república con denuncias televisadas para que el asunto caminara. Y aun así, sabiendo que el cheque había ido a parar a las Bahamas, su propio partido lo defendió hasta que unas declaraciones del propio expresidente Flores le incriminaron como presunto delincuente. Todavía hoy se acude a la presunción de inocencia para no expulsarlo del partido, cuando de hecho la cadena de acontecimientos en torno al caso muestra una irresponsabilidad y una falta de ética absoluta. El propio hecho de, aparentemente, huir del país, deja poco margen a pensar en el talante ético de nuestro expresidente.
Los partidos políticos o no tienen comisión de ética, o con frecuencia funcionan como una especie de tribunal político, dedicado a perseguir la disidencia política interna más que la falta de ética. Ante la tendencia a contratar parientes de políticos en el poder, endémica en casi todas las grandes instituciones del Estado, no hay comisión de ética de partido gobernante que diga nada. Mucho menos ante el acoso sexual, todavía muy presente en algunas instituciones estatales, o frente a frases machistas. Sólo la sociedad civil, y no siempre, queda con la responsabilidad de alzar la voz ante la falta de ética de un buen número de nuestros políticos. La mentira en el juego político es simple costumbre, sin que haya más repercusiones que el descrédito personal ante muy pocas personas. La afirmación, tan grave como increíble, de que más de diez mil presos habían salido a votar en las elecciones pasadas, quedó como simple grito de rabieta perdedora. Pero ni se demostró nada al respecto, ni se pidió perdón por lo que fue sin duda falso, además de ser un atentado contra la inteligencia de nuestra gente.
Es tiempo de pensar ya en lo que llamamos deducción de responsabilidades. No se puede insultar, mentir, acosar, mandar cheques a Bahamas, ocultar a la opinión pública los gastos en publicidad como si fueran temas de seguridad nacional, pasar sobresueldos que no aparecen registrados en la contabilidad del estado, sin que pase nada. Los partidos deberían ser los más interesados en deducir responsabilidades a mentirosos, machistas, calumniadores, encubridores de datos a los que los ciudadanos tenemos derecho. Defender a quienes faltan a la ética, que ha sido más costumbre política que lo contrario, no crea sino decepción y falta de confianza entre la ciudadanía. Aprender a deducir responsabilidades políticas no es difícil. Basta con llegar a la conclusión de que quienes falten a la ética en un partido político no deben ostentar cargos públicos ni partidarios. Y a la larga, si queremos estabilidad política y desarrollo, la ética tiene que avanzar en el mundo de los partidos políticos. La ética y la deducción de responsabilidades cuando no se cumple con ella.
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