Luis Armando González
Una batalla imposible es una batalla condenada, de antemano, a la derrota. No obstante, ello no quiere decir que no deba librarse, a sabiendas de la imposibilidad de una victoria. ¿Por qué, entonces, empeñarse en ella? Quizás porque quienes la hacen suya consideran que no hacer nada es peor que quedarse cruzados de brazos; quizás porque consideran que nadar contra la corriente, aunque sean arrastrados violentamente por ella, es más digno que dejarse llevar incluso con complacencia.
Metáforas aparte, hay dos batallas importantes, pero imposibles, que hay que seguir librando, pese a que las modas (cual corrientes indetenibles) llevan las cosas en sentido contrario: una batalla debe ser librada en la educación superior, y apunta a la reivindicación, fortalecimiento y dignificación del grado de licenciatura. La otra batalla debe librarse en la defensa y recuperación de los espacios públicos, lo cual significa enfrentarse a la lógica y prácticas que, sin cesar, conducen a la apropiación privada de aquellos.
A propósito de lo primero, la batalla en defensa de la licenciatura es algo imperioso, si se quiere dar un salto de calidad en la educación superior. No es irracional pensar que una licenciatura sólida es fundamental no solo para lograr avances significativos en la educación superior, sino para hacer más eficaces los aportes de la educación a la sociedad en general y a la economía en particular.
Por el lado contrario, una licenciatura débil aporta poco tanto al avance educativo como a la sociedad y a la economía. Decisiones y concepciones educativas equivocadas (no ajenas al mercantilismo y la privatización) llevaron a un empobrecimiento de la licenciatura que de estudios superiores básicos, en el sentido de fundamentales, pasaron a ser estudios universitarios “elementales”. La tesis que se impuso, alentada por un mercantilismo privarizador, fue que esa formación elemental iba a ser completada por “ofertas” educativas que llenarían las lagunas de lo que fue visto como una “primera etapa” formativa poco importante, pues lo mejor vendría después bajo la modalidad de una palabra mágica: los postgrados, que como maestrías y doctorados sí serían algo valioso y digno de presumir.
Al hacer de la licencitura algo elemental y, por tanto, una estación menor en la carrera académica, la misma perdió dignidad y prestigio. Detrás de esa pérdida estuvo la erosión de su calidad, vía el empobrecimiento de sus contenidos y exigencias, lo mismo que por la disminución de sus tiempos formativos. En la visión empresarial de la educación superior, cuánto más rápido salieran de las aulas los licenciados más rápido iban a convertirse en clientelas de los postgrados ofertados, sobre todo cuando a las carencias del primer tramo formativo se sumaba la convicción de que ser licenciados era una mala carta de presentación en un mundo laboral en donde la dignidad comenzaba a ganarse con las maestrías y se adquiría plenamente solo con los doctorados. Esta lógica terminó por imponerse y no se ve por ningún lado (en El Salvador) su relevo por una lógica más apegada a la realidad.
Sin embargo, hay que poner los pies en la realidad. Y desde esta, lo más razonable es asegurar que quien obtiene el grado de licenciatura tenga la formación más completa posible en áreas fundamentales del conocimiento. Completo quiere decir que le permita aportar a una disciplina si esa es su vocación, desempeñarse eficazmente en su profesión, ser un ciudadano íntegro y gozar de un estatus y un reconocimiento que lo dignifiquen y le permitan ganarse la vida decentemente.
Es decir, lo que aquí se propone –en contra del paradigma predominante– es que la licenciatura sea vista como una carrera académica completa, como un fin en sí mismo, con la visión de que después de eso no habrá nada más para quienes obtengan ese grado académico. Y si se la ve así, se tendrá que ofrecer lo mejor de lo mejor a cada estudiante en las distintas áreas de conocimiento, en las metodologías y en los enfoques teórico-prácticos. Por su parte, cada estudiante pondrá sus mejores energías en juego para obtener un grado académico en el cual descansará su futuro laboral y profesional.
¿Cierra lo anterior las puertas a otros grados académicos superiores? Por supuesto que no. Habrá quienes por vocación, ganas, tiempo o afanes intelectuales decidirán optar por otro grado. Pero lo ideal es que no sea porque su formación anterior es deficiente o porque andan en busca del prestigio de los títulos o de afanes monetarios, sino porque pretenden dedicarse a una especialidad y aportar conocimientos a una disciplina. Su nuevo grado no tendría porqué ponerlos por encima, en dignidad, prestigio o ingresos, de quienes poseen un grado superior igualmente digno, como lo es (debería ser) el grado de licenciatura.
No tiene sentido que una sociedad no busque que sus licenciados tengan la mejor formación posible de nivel superior. Es antieconómico, antiacadémico y antisocial. No tiene sentido que la gente se gaste su dinero en una formación de licenciatura incompleta y deficiente, para luego seguir pagando por otra carrera que le corregirrá (a veces y con suerte) las fallas de la carrera previa. Eso es una estafa, por más que quienes son estafados no se den cuenta de ello, atrapados por la parafernalia academicista que les hace creer que ahora sí, con su nuevo grado de ficción, son parte de una élite del saber con conexiones a nivel mundial.
La defensa de la licenciatura es, pues, algo irrenunciable por parte de quienes creemos que es un grado académico desde el cual, si se le da la importancia que merece, se pueden dar avances significativos en la educación superior. Habemos quienes, contra las modas y corrientes predominantes, creemos que es ahí donde está la clave de la educación superior. Fortalecido y dignificado el grado de licenciado, otros grados académicos recibirán, con realismo y con la debida seriedad su lugar, peso e importancia en el desarrollo educativo del país. Y quizás también, al calor de esta dinámica, se imponga la convicción de que los grados académicos obligan, ante la sociedad y sus problemas, a quienes los poseen; es decir, la convicción de que los grados académicos más que fuente de privilegios lo son de obligaciones y responsabilidades.
Por último, es paradógico que entre quienes “ningunean” el grado de licenciatura –y han contribuido a su empobrecimiento curricular, teórico y metodológico— se encuentren académicos que no solo poseen sólidas licenciaturas, sino que las bases de su desempeño intelectual se encuentran en el privilegio de una formación concebida en su momento con criterios de la máxima excelencia y calidad. Gracias a esa formación destacaron y obtuvieron un estatus en virtud de lo cual pudieron tomar decisiones educativas que muchas veces, lamentablemente, fueron en contra de aquello que les permitió llegar hasta donde llegaron en lo académico y en lo laboral. Claro está que tales decisiones no fueron en perjucio propio, sino de las nuevas generaciones que fueron excluidas del saber y las destrezas que sus mayores consideraron, de un día para otro, “memorísticas”, “desfasadas”, “inútiles” y contrarias a las modas de la “facilitación” vigentes en una época neoliberal.
En suma, una educación “amigable” y “fácil” fue la receta promovida por quienes, gracias a no haber recibido una educación ni fácil ni amigable, estaban en condiciones de tomar decisiones educativas de envergadura nacional. Este evidente egoísmo generacional se vendió como preocupación bonachona por los jóvenes, a quienes se les ha hecho creer, en distintos ambientes universitarios, que para destacar académicamente no deben pasar por las tensiones y las preocupaciones intelectuales de sus mayores, pues el secreto está en encontrar el camino más fácil y directo al éxito, que se mide por las buenas notas y por la obtención rápida de un grado. Los agobios, las lecturas, la escritura incesante, la disciplina, la dedicación, el respeto por el saber… todo eso es cosa de un pasado dinosáurico que es mejor olvidar.