Francisco Mena Oreamuno
Tomado de Agenda Latinoamericana
La forma de vida a la que hemos ido caminando, nos ha convertido en habitantes de enormes cárceles de concreto con destinos poco fiables. Esta habitación estrecha y cerrada va dejando marcas. La desconfianza, la rapidez, el temor, la angustia, el estrés, la violencia, todas estas prácticas son reales y recaen sobre las personas sin que podamos hacer mucho. Todas estas prácticas sociales nos devuelven a un estado previo al humano. En donde el peligro diario es tal que siempre estamos alerta para no convertirnos en víctimas. Para no ser víctimas nos vemos en la urgencia de tomar la iniciativa y atacar. Ataque y defensa entre quienes estamos llamados a convivir, no es, ni cerca, a la experiencia humana de la vida.
El arrastre de la presión social de las ciudades y las áreas metropolitanas hoy, es inmensurable. Las personas ancianas son demasiado lentas y las personas niñas estorban, lo que cuenta es el sector productivo que puede salir de la casa a las 5 a.m. y regresar a las 9 p.m. sin que le afecte el tema familiar o el de salud. Tomar un autobús, el tren o el subterráneo es un reto diario que involucra un estado de hacinamiento que termina expresando el ser de las personas.
La necesidad fundamental de la alimentación supone un problema grave en este contexto. ¿Qué comer? ¿Cuándo comer? ¿Cuánto tiempo para comer? El breve disfrute de los alimentos, la baja calidad de los mismos, la velocidad para ingerirlos, todo esto aunado a una creciente imposición a bajar de peso, implica que el espacio sagrado de la comida con otras personas se torne un momento inapropiado para convivir.
Pero en medio de tanta presión, hoy tenemos los medios para estar ausentes de todo. La tecnología nos proporciona, casi sin distinción de estatus social (2017: 70% de la población de América Latina tenía celular), el medio idóneo para ausentarnos de la dureza del concreto, del sentido de ansiedad, de la comida a la carrera. Podemos ir en medio de la multitud escuchando y viendo videos de cualquier tema, conversando con otras personas lejanas, chateando, viendo las redes sociales.
Perderse del mundo inmediato, de tanta presión, es una salida que hace tan solo unos veinte años no conocíamos. Al lado de esta ausencia gratificante, también, nos hemos hecho accesibles las 24 horas del día a quien nos quiera localizar. Mientras que hace veinte años teníamos que esperar a llamar por teléfono a la casa para saber cómo estaba todo, ahora te pueden llamar para preguntar si compraste leche y dónde está.
Puede parecer triste este escenario, pero si vemos el crecimiento urbano de las ciudades latinoamericanas debemos de entender que el mundo del campo se ha ido. Para el 2018, 78 áreas metropolitanas en América Latina contienen 272 millones de personas de la población total del subcontinente de unos 425 millones. En Costa Rica el caso es dramático, el 75% de la población vive en espacios urbanos. Panamá, Nicaragua, El Salvador están en el 60% de población urbana.
Las implicaciones de esta conglomeración urbana son monstruosas: se aumenta la deforestación, la destrucción de nichos ecológicos, el hacinamiento, el uso de energía, el consumismo, la inversión en infraestructura, hospitales, escuelas, colegios, universidades. Lo que, en un sector campesino, realmente cuidado por la comunidad y el gobierno local y nacional, se puede arreglar con participación ciudadana más inversión del Estado, no funciona en los conglomerados urbanos.
El problema principal, desde el punto de vista organizativo, es que se ha roto el tejido social, las personas ya no viven en comunidad. El vecino es en realidad un desconocido que hace bulla, que molesta, etc. El aumento de la población urbana nos ha conducido a romper las formas tradicionales de redes de apoyo, solidaridad, familias, arraigo, cultura. Pero más grave aún es que muchas de las personas que han sufrido desarraigo hace décadas les ha sido difícil volver a construir una comunidad.
Lo que requerimos ahora es, al menos, algunas ideas para reconstruir el tejido social y con él, recuperar nuestra humanidad. La experiencia nos dice que la recuperación del tejido social se produce cuando las personas se juntan para enfrentar problemas comunes que usualmente no pueden resolverse por medio de una acción individual. Por ejemplo, la seguridad.
El tejido social es la red invisible de relaciones de confianza en la que convivimos el día a día. Contiene desde el ritual del saludo de la mañana en el barrio mientras llegamos a tomar el transporte para el trabajo, hasta la solidaridad decidida ante la tragedia de un vecino o vecina. Es saber que puedo acudir a una persona vecina en una situación difícil. Es saber que no estoy solo en mi casa, sino que hay una cantidad de personas con quienes compartir, sobre todo, las dificultades.
La forma en que se han desarrollado las ciudades ha destruido el sentido de vecindad que existía en nuestros países hace, apenas unas cuatro décadas. Así que, como decía antes, la soledad se constituye en un problema social muy serio. Las nuevas tecnologías han dado un gran aporte a esta nueva forma de vida en el aislamiento. Este es el tipo de lucha que requiere más atención: la incapacidad de crear lazos de confianza con los semejantes.
Tal parece que el daño más importante de esta tendencia contemporánea a concentrarnos en gigantescas ciudades, es la destrucción del sentido de comunidad y con ella, la destrucción de la experiencia de confianza en otros seres humanos. El dicho “entre más conozco a los seres humanos más amo a mi perro” puede ser una de las armas de destrucción masiva más efectiva de nuestros días. Dar la espalda a la construcción de lazos de confianza y privilegiar el aislamiento, alimentarse de “conversaciones” por un espacio de chat en las redes sociales y abandonar la experiencia del calor de las otras personas y del calor humano con todas sus fricciones, supone una pérdida irreparable en la posibilidad de enfrentar la vida con una buena dosis de esperanza y deseos de luchar.
Esto afecta desde los pequeños problemas cotidianos hasta las decisiones políticas más importantes. El aislamiento hace que confiemos en los medios sociales y noticiosos por lo que estamos más propensos a caer en posiciones antisociales, racistas, y demás, con mayor facilidad. El caso del presidente de Estados Unidos y el de Brasil muestra que este tipo de discurso está orientado hacia personas que, poco a poco se han replegado al aislamiento social, y que han decidido orientar sus frustraciones a distintos grupos sociales y étnicos. Se unen en el cultivo del odio común y el rechazo a otros seres humanos.
El objetivo de recuperar nuestra humanidad no es una cuestión puramente académica, es, con toda probabilidad, la única manera de no evolucionar hacia seres monstruosos. Quizá los zombis son una buena metáfora sobre como la sociedad postapocalíptica ha caricaturizado el mundo urbano y ultra tecnológico. Los zombis serían los seres que se alimentan de la vida de otros seres sin matarlos sino transformándoles en zombis que buscan más seres vivos. Seres que no pueden conversar entre sí, que no razonan y que son impulsados por una inagotable sed de matar y comer otros seres vivos. Los zombis expresan la destrucción de lo humano tanto en su cuerpo como en sus acciones. Pero en realidad no difieren tanto de lo que se espera de una persona en las sociedades altamente competitivas y de lo que se espera de quienes quieran vencer en el mundo del trabajo.
El abrazo, la conversación, el dar el paso decisivo hacia las otras personas, la reunión para comer y conversar, el saludo, la búsqueda de contacto, el respeto, son los medios por los que quienes profesamos la fe cristiana nos armamos de la fuerza de la fe para sanar el mundo y reconstruir las relaciones de confianza en la comunidad.
Hoy precisamente el papa Francisco llamó a los sacerdotes a no abandonar a los enfermos y más bien, salir a dar la comunión y confortarles aun con la epidemia viral que enfrentamos. Me parece que tal es el camino de la fe: romper con el aislamiento y recuperar nuestra humanidad.