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Del Estado ideal y las elecciones 2018

Alirio Montoya*

Desde Platón nacen las elucubraciones cósmicas de la creación de un Estado ideal, sin eludir el hecho mismo que Platón era un idealista por excelencia, no se le resta mérito a que igualmente era un dialéctico. En ese universo de las ideas es donde Platón desarrolló su teoría sobre el Estado ideal, opiniones asentadas de forma inequívoca en su República. Sus ideas llegaron a seducir y también a inspirar a grandes pensadores, entre ellos a uno de los padres de la Iglesia, me refiero a San Agustín en lo concerniente al tema de la concepción del Estado. La propuesta del Estado ideal para Platón era simple: consistía en instituir la posibilidad de un Estado ideal, teorización fundada dialécticamente en la Idea del Bien como causa de todo ser; esto es, que si el Estado estaba diagramado sobre esa idea del bien común, tendríamos como resultado naturalmente un Estado ideal.

Pero, es de preguntarnos, nosotros los simples mortales o, los ciudadanos comunes, ¿qué entenderemos como un Estado ideal fuera de ese idealismo platónico? Es de precisar que, al menos en mi opinión, estaremos frente a un Estado ideal cuando este, en su totalidad, es decir, los tres órganos de Estado y sus dependencias cumplen a cabalidad lo estatuido en la Constitución. De la sola lectura del artículo 1 de nuestra Ley Fundamental se desgrana la idea del bien común que, dicho sea de paso, nada tiene de diferencia con la idea del bien diseñado por Platón. El citado artículo establece que, “El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común.” Esa es la finalidad por excelencia de la naturaleza y justificación del Estado. Para la materialización de lo anterior debe concurrir la coordinación y colaboración recíproca entre los tres órganos del Estado, es decir que, los intereses de una persona o de grupos de poder, en modo alguno deben estar por encima del bien común.

Desde la concepción rousseauniana de ese gran acuerdo que dio como resultado la creación del Estado se ha venido con imperfecciones y todo lo demás por construir dentro del Estado una sociedad justa. Ese primer ocupante versus el que imponía la ley del más fuerte, fueron dos justificaciones para el surgimiento del derecho de propiedad diametralmente opuestas entre sí, que provocaron la creación del pacto social o contrato social; es así como nace el Estado.

Ahora, cuando se habla de la concurrencia de la buena voluntad de esos tres órganos del Estado en torno a la realización del bien común, el ciudadano, o el animal político como nos llamó Aristóteles, está cargado de intereses diversos y divergentes que hacen un tanto difícil que se trabaje en armonía por el bien común; es entonces cuando aparecen los analistas políticos por decreto y a fuerza de artículos de opinión sembrando la reticencia o mejor dicho la falacia de lo que ellos llaman “los pesos y contrapesos en una democracia.”

Ese sofisma de los “contrapesos” más propio de la Edad Media, significa la mezquindad referida a que si no lo hace mi partido político no es una buena política pública, aunque se tenga plena conciencia que el beneficio está dirigido a las mayorías populares. Y es que, en materia de políticas públicas, particularmente las que atañen a políticas sociales en beneficio de los más pobres, es ahí donde incomoda a los grupos de poder tradicionales y salen cantatas como “despilfarro”. Es “despilfarro” de cualquier gobierno progresista si el beneficio de esa política social traerá un aliento a los más necesitados que, por ejemplo, no tendrán que pagar por un par de zapatos o uniformes para que sus hijos puedan asistir a las escuelas públicas.

Lo que implica esta política social es un quiebre negativo en el ingreso de las grandes empresas, es decir, la concentración y centralización de la que se beneficiaron por años con la venta de materia prima -llamémosle así- para la confección de uniformes y zapatos. La verdad es que, si van a seguir imperando esos balances de intereses meramente individualistas, como Estado no vamos a lograr alcanzar ese bien común que es la naturaleza y justificación del Estado. Pero cuando hemos tenido un Estado que ahoga con sus políticas públicas a las mayorías populares, hasta casi llega a convencerme Pierre-Joseph Proudhon cuando afirmaba que el gobierno era la maldición de Dios. No, el Estado o el gobierno es una necesaria e imprescindible organización, si no preguntémosle a los escandinavos. Son países en donde el Estado en sí cumple ese presupuesto de materializar el bien común.

Se ha escrito mucho en los últimos días que las elecciones del 2018 son de vital importancia porque está a la base, en el fondo, la elección de los nuevos 5 magistrados de la Corte Suprema de Justicia, 4 que sustituirán a los que ya cumplieron sus nueve años en la Sala de lo Constitucional y el otro que irá a ocupar la magistratura en otra Sala de la misma Corte; además, se dice que también las elecciones del 2018 son de enorme importancia porque se va a elegir al nuevo Fiscal General de la República.

Lo anterior no requiere ningún debate, pero no es únicamente esas elecciones de segundo grado lo que está en juego. Está en juego en la próxima elección el diseño de una eficiente política fiscal que permita oxigenar al gobierno para la continuidad de la política social que desde el surgimiento de la vida republicana de nuestro Estado nunca se habían llevado a las mayorías populares. En los lugares más recónditos de nuestra patria ha llegado más de algún beneficio del actual gobierno. Pero también no se puede prescindir de la discusión en torno a las próximas elecciones de alcaldes y diputados, que de ellas va depender en sobremanera que se continúe gobernando para esas mayorías populares; esto es que, las elecciones del 2019 inician con los resultados de las elecciones del 2018.

Se sabe con certeza matemática que la elección de esos 84 diputados, por el grado de polarización y de casi un imperante bipartidismo político, el resultado será a lo mejor 31 diputados para un partido político y 35 para el otro. Pero el resultado que se obtenga es de gran incidencia, entre menos hay que negociar menos hay que ceder. A nadie se le puede engañar ni ocultar que este gobierno se mantiene en pie por las alianzas y ellas no son malas si se piensa en el bien común como se ha hecho hasta ahora. Este no es un Estado ideal, claro está, pero no se puede soslayar del análisis político que ha habido mejoras para la clase trabajadora. Proponer a los trabajadores un incremento salarial de 0.11 centavos de dólar es de los más repulsivo, el reciente incremento salarial sí implica pensar en las mayorías populares. Leía por accidente a una “escribiente” en un periódico tradicional que el voto debe ser “inteligente y razonado”. Ella cree fielmente en eso o ignora que en este país, por su propia naturaleza política, se vota por proyecto político colectivo, eso de propuestas individuales que de forma adelantada andan haciendo los todavía pre-candidatos para la Asamblea Legislativa es más bien una trampa cazabobos.

*El autor es Abogado y profesor universitario de Teoría del Estado.

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