Carlos Girón S.
Triste, clinic deprimente, sales vergonzoso y abominable es el cuadro que presentan los tantos ex-presidentes de la República de nuestro país y de muchos otros en otras latitudes: caen estrepitosamente desde las alturas del solio presidencial que un día ocuparon, hasta el banquillo de los acusados de una gran diversidad de delitos cometidos durante los períodos en los que tuvieron el singular privilegio de ser representantes de todo un pueblo, una nación.
La mayoría de ex-gobernantes de aquí y allá comparecen ante la justicia por presunciones de robo a mano limpia y a plena luz del día de grandes sumas de dinero sustraído de las arcas de la Nación, es decir, dineros del pueblo, de los impuestos que pagan por cada cosa de lo que necesita para vivir.
En otros países víctimas de esa lacra de depredadores políticos –como Italia, Perú, Argentina, Panamá, Guatemala, Costa Rica, los acusados han sido declarados convictos y de inmediato mandados tras los barrotes de la cárcel. Por lo general, aquellos van a las ergástulas comunes de los otros delincuentes de toda ralea. A aquellos jueces o magistrados no se les ocurre jamás beneficiarlos con arrestos domiciliares, donde los condenados se la pasan felices, con todas las facilidades y rodeados de toda clase de diversión y entretenimiento.
En algunos de estos casos, allá o aquí, los del banquillo y los convictos han sido procesados no por delitos menores, sino mayores: hurto, apropiación indebida de bienes de millones de dólares, cuya procedencia casi nunca consiguen explicar o justificar, por lo que se llama enriquecimientos ilícitos.
Está la otra clase de ex-presidentes de la República que los han mandado al cadalso por haber cometido delitos de lesa humanidad: genocidios, masacres en gran escala, desaparecimientos múltiples, torturas inhumanas, etc.
Actualmente y por estas latitudes no existe la condena por pena de muerte, que se aplique a personajes de aquel pelaje. En otras épocas ni la realeza se escapaba de ese castigo.
Lo que los pueblos ofendidos han esperado, pedido o exigido en los casos de los delincuentes de enriquecimiento ilícito, que éstos devuelvan los recursos mañosamente esquilmados, que estaban destinados a obras para beneficio de las comunidades. Hasta ahora no se conoce un caso en que eso se haya logrado hacerlo realidad. En tal sentido puede decirse que la justicia se ha quedado a medias.
A la población honrada, a los ciudadanos honestos y probos, les daría escalofrío y vergüenza verse en la situación en la que caen aquellos personajes que una vez fueron lo más distinguido de la sociedad y tuvieron el honor y el orgullo de ser los representantes de la Patria. Todos se habrían sentido bien pagados, hasta con creces, con esa gran distinción. Ha habido quienes, de tan agradecidos, han dispuesto reducirse el sueldo a devengar por el alto cargo. Ah, y se han quedado viviendo en sus mismas casas particulares y sin ostentación de caravanas motorizadas y legión de guardaespaldas. Los gobernantes que se sienten populares y trabajan limpiamente para los gobernados, no para ellos, sus familias y cheradas, saben que no necesitan tener quienes les guarden las espaldas. Se sienten seguros y protegidos por el mismo pueblo.
La intuición popular considera que la explosión de casos relacionados con probidad y enriquecimientos ilícitos no serán llevados hasta el tope y no incluye a todos los que deberían estar en la lista y cuyos nombres y señas son del dominio público. Dice el pueblo que las instancias que manejan los casos están parcializadas, que sus acciones llevan dedicatoria y que de antemano ya han condenado a unos y absueltos a otros. No es dable esperar que se sienten precedentes de veras en los juzgamientos civiles o penales que se están ventilando en las salas, las cámaras o tribunales. Allí, la efigie de doña Justicia anda con un ojo tapado y el otro bien abierto, buscando cuidadosamente a quiénes ponerles el dedo para toparlos al poste. “Es un circo”, murmuran muchas personas en los corredores callejeros. A saber.