José M. Tojeira
La democracia sólo se construye sobre valores. Entre nosotros abunda la idea de que el voto es lo fundamental. Pero una democracia que no responda a los valores que la constituyen, physician no es realmente el sistema que dice que es. Puede ser una farsa, check o un incipiente camino hacia la democracia que tiene que ir afirmándose y demostrándose en el transcurrir del tiempo. Pero no es plenamente democracia. Democracia significa no sólo el gobierno del pueblo, viagra por el pueblo y para el pueblo, sino, todavía antes, la convicción de que todos tenemos la misma dignidad y, por tanto, privilegiamos el estatuto de persona humana sobre cualquier otra dimensión. Nuestra Constitución recoge esa idea adecuadamente en sus primeras líneas. Si le damos más importancia al dinero, a la ostentación de poder, al estatuto político o militar, a los títulos y apariencia, nuestra democracia es débil o falsa.
Uno de los aspectos donde también se ve la debilidad de la democracia es en el modo de abordar el derecho penal. Y en estos tiempos largos de violencia necesitamos reflexionar al respecto sobre nuestras actitudes. El derecho penal en una democracia no puede tener como fin principal la venganza. Ni siquiera el efecto disuasivo es el más importante. El derecho penal en una sociedad que cree en la igual dignidad de la persona tiene como objetivo prioritario proteger al pueblo de la violencia. La persona que abusa desde su fuerza física, sus armas, su dinero, su conocimiento o su capacidad de engañar y mentir continúa siendo persona humana aunque equivocada. La cárcel, necesaria en ocasiones, debe servir para proteger a quienes han sido dañados y a quienes, dadas las actitudes y comportamiento de los violentos, corruptos y mentirosos, podrían también verse afectados. Y al mismo tiempo, la mejor manera de proteger a la ciudadanía es logrando que las cárceles sean realmente centro de rehabilitación. Que el que salga de la cárcel no egrese de un centro donde se ha vuelto simultáneamente más violento y mejor preparado para el crimen, sino dispuesto a integrarse productiva y colaborativamente en la sociedad. Preguntarse si nuestras cárceles cumplen con esa función es también un objetivo democrático.
Porque entre nosotros, ni las cárceles se pueden llamar centros de rehabilitación, ni el ambiente ciudadano está exento de un fuerte espíritu de venganza. La discusión reciente sobre si el Consejo de Seguridad Ciudadana y Convivencia quiere o no conversar con las maras muestra tanto la crispación ciudadana como la utilización política del tema. Mientras el Gobierno insiste en que ni es partidario de apoyar treguas ni de favorecerlas, los políticos de otros partidos han acusado sin mayores pruebas al Gobierno de estar detrás de las ofertas de tregua de las pandillas. Y posteriormente, al no poder dar ningún tipo de prueba, algunos han comenzado a mencionar al Consejo. De nuevo una idea más basada en ansias de complejizar políticamente la realidad para sacar algún provecho del río revuelto, que algo con base en la realidad. Pero al mismo tiempo ese nerviosismo casi histérico en torno a la tregua muestra una profunda incapacidad de diálogo. Nadie niega que los líderes de las pandillas encarcelados son delincuentes. Pero que algunos miembros del Consejo los visiten, así como a otros presos, que hablen con ellos, que dialoguen con ellos sobre modos de disminuir la violencia, no sólo es válido, sino importante para una democracia que crea en el valor de la persona humana, comenzando por el valor de las víctimas.
Esa labor de diálogo con los presos la han desarrollado fundamentalmente las Iglesias. Y bien por ellas, que a ese nivel cumplen con una responsabilidad que es al mismo tiempo democrática, humana y cristiana. Dado que en el Consejo hay representación de las Iglesias no es raro que las mismas defiendan no treguas o negociaciones, que no son de la incumbencia de las mismas, sino un diálogo que ayude tanto a la sociedad a comprender las raíces de la violencia, como a los presos a descubrir nuevos caminos de paz y rehabilitación. En una sesión del Consejo con los técnicos del grupo de Giuliani, una persona que corre en estas elecciones por un puesto en la Asamblea Legislativa denunciaba que para entrar en ciertas colonias tenía que pedir permiso a las maras para poder llegar y dirigirse a la gente. Un líder religioso, también presente, le hacía ver al denunciante que la mayoría de pastores y sacerdotes que trabajan en esas zonas, viven en esas mismas zonas. Y que no necesitan permiso para entrar porque viven allí. Y añadía: “Si los diputados vivieran en esas colonias tampoco necesitarían permiso para entrar”.
Democracia es reconocimiento de la dignidad de toda persona. Es defensa de la víctima, porque en la víctima se niega la dignidad. Pero en nuestra sociedad hay demasiados rasgos de irrespeto, indiferencia e incluso desprecio del dolor de los pobres y sencillos. Luchar contra la desigualdad, transformar todas estas estructuras anticuadas y clasistas que estratifican injustamente los derechos básicos de las personas dándoles más a unos que a otros es indispensable. Y lo es porque el salario mínimo diferenciado, con las graves desigualdades que comporta, no reconoce la igual dignidad del trabajo. Como no re conoce la igual dignidad de nuestra gente el sistema público de salud, otorgando diversas prestaciones a unos y a otros. O el sistema educativo que margina tanto en cobertura como en calidad a la mayoría de nuestros jóvenes. O el sistema de pensiones que sistemáticamente excluye a los pobres, por más que hayan trabajado en favor del país, a pesar de estar mal alimentados y mal pagados. La violencia delincuencial no sólo es una enfermedad, sino también un síntoma de otra enfermedad más grave que se llama injusticia social. Y la injusticia social no sólo necesita cambios estructurales, sino primero una buena dosis de diálogo y de conciencia. Y el convencimiento radical que de todos tenemos la misma e igual dignidad. Por eso, muy acertadamente, Mons. Rosa Chávez, una vez más, ha defendido el derecho a dialogar de las Iglesias.