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Democracia Es Construir Ciudadanía Crítica

Oscar A. Fernández O
Oscar A. Fernández O

Oscar A. Fernández O.

La formación del ciudadano es, sovaldi sale sin duda, una de las metas más importantes y prioritarias de las agendas político-educativas de las izquierdas. Tanto en democracias débiles e incipientes, como en aquellas ya consolidadas, la construcción de una ciudadanía crítica y participativa parece ser la clave para resolver la diversidad de conflictos emergentes que reflejan la profunda crisis que afecta actualmente a este régimen: desigualdades, exclusiones y discriminaciones, en algunos casos; corrupción política, apatía y escepticismo político, entre otros. La salud del sistema, la supervivencia de sus instituciones y las capacidades de gobierno, pero sobre todo de legitimidad, dependen de las acciones ético-educativas que se encaren a efectos de capacitar a cada ciudadano para la práctica responsable, racional y autónoma de su ciudadanía.

Las frustraciones y deudas que ha dejado el proyecto político de la (pos) modernidad no se resuelven con la disolución de la democracia sino con su radicalización. Coincidimos con Habermas (1998, p. 61) en que, a pesar de los reclamos, lo que las poblaciones parecen exigir es más democracia y no menos.

En tal sentido Rubio Carracedo (1990 y 1996) ha intentado explicar la crisis de las democracias contemporáneas, y fundamentalmente su cuestionamiento ético, a partir de dos interpretaciones: por un lado, las distorsiones que ha sufrido el modelo original de democracia representativa siguiendo la lógica oligárquico-liberal, y por otro, la desilusión ante las promesas incumplidas del proyecto revolucionario de 1789 que asumía que la democracia parlamentaria sería sólo una primera instancia que prepararía el camino para la realización de una democracia participativa en el sentido clásico.

Rubio Carracedo (1996) ha llamado “la genealogía de una frustración histórica” al proceso de consolidación del modelo representativo indirecto institucionalizado por la revolución ilustrada -en ese entonces, el único posible- nacido con un carácter provisional. Si bien se pensó que su perfeccionamiento mediante los progresos en la educación cívica y política permitiría una participación más activa de los ciudadanos, el sistema evolucionó de otra manera perpetuando ciertos privilegios y mecanismos de exclusión y manteniendo los controles sobre el pueblo mediante el ejercicio de un paternalismo político y moral.

Indudablemente, fueron los factores de poder los que conspiraron para que no se produjera el paso de un sistema a otro. Factores, que el pensamiento crítico postmoderno se ha encargado de desenmascarar. Pero, al proceso de crítica y desmitificación debe seguir el de construcción y fundamentación, en el que no puede sino recurrirse a la democracia en su sentido más auténtico. Como el propio Habermas, muchos autores están planteando la necesidad de aproximarnos a un modelo procedimental de democracia moralmente deseable. Y este modelo no es otro que el de la democracia radical o participativa. “Puesto que “democracia” no significa sino “gobierno del pueblo” -dirá Adela Cortina-, y puesto que este gobierno se entiende sobre la base de la isonomía, es decir, de la igualdad entre los ciudadanos, […] será democracia radical aquella que exige la participación directa de todos los ciudadanos en la toma de decisiones” (Cortina, A. 1993, p. 13).

Ahora bien, reconociendo que la participación ilimitada es un derecho inalienable, pero que su ejercicio involucra responsabilidades propias de una ciudadanía madura, hace falta redefinir el concepto de ciudadano en términos ético-comunicativos ya que la participación como requisito fundamental de la democracia radical debe ir acompañada de un principio procedimental básico: que en la toma de decisiones se tengan en cuenta las opiniones de todos los afectados, reales y potenciales y que las normas de acción que se consensuen en este proceso, se fundamenten en criterios susceptibles de ser universalizados.

Esta nueva concepción de la ciudadanía, que está involucrada en el ideal del interlocutor válido, tiene consecuencias decisivas en el plano socioeducativo. Desde una perspectiva práctica o empírica, la idea del interlocutor como “todo aquel ser dotado de competencias comunicativas” presenta limitaciones en cuanto a su posibilidad de realización, en el sentido de restringir la condición de auténtica ciudadanía a aquel sector de la sociedad con estadios lógicos y morales superiores, con amplios antecedentes de escolarización y un bagaje de información sociocultural significativo, que tiene -y ha tenido desde muy temprano-, numerosas oportunidades de participación en distintas instancias de toma de decisiones.

Por ello, y tal como Dewey (1953) lo ha planteado, es imposible pensar en una sociedad democrática, justa y solidaria sin una educación amplia e igualitaria que pueda imprimir en cada uno de sus miembros el carácter de una auténtica ciudadanía tal como el que acabamos de plantear. Pero, la relación entre democracia y educación que postula Dewey (1953, pp. 93 y 94) sigue interpelándonos como un ideal. Su concepción de una democracia participativa, abierta e inclusiva y de una educación entendida como la provisión de igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de las potencialidades y la justa apropiación de los bienes materiales y culturales de una sociedad, se recupera y refleja en los reclamos de quienes luchan por quebrar el carácter conservador y excluyente de las democracias contemporáneas.

Los reclamos éticos y sociales en pos de la igualdad, la libertad y la justicia social que se hacen sentir cada vez con mayor fuerza plantean la urgente necesidad de construir nuevos contratos que se traduzcan en una democracia más inclusiva, equitativa, participativa y solidaria. La fundación de nuevas relaciones entre el Estado y la sociedad civil y de nuevos sujetos cívicos críticos y motivados moralmente a participar en los asuntos públicos comunitarios en El Salvador, supone una ruptura total con la matriz de la ciudadanía dominante, es decir la instalada desde el pensamiento oligárquico-burgués.

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