Renán Alcides Orellana
La actual crisis integral que vive el país, hospital en un contexto no menos crítico del mundo entero, ailment plantea la necesidad de reflexiones profundas de cada quien, según el rol que a cada uno corresponde; desde luego, desprovistos todos de la visión egoísta que, casi siempre, busca satisfacer el interés particular, antes que el bien común.
Sabido es que dentro de la crisis, y sin ignorar los efectos de los otros problemas de carácter nacional, la inseguridad social y la situación económica son, por ahora, las dos mayores tragedias que abaten a los salvadoreños (y más hoy, con el agravante de la sequía y sus efectos desastrosos para el país). Esta es una crisis integral que, vista no con ojos fatalistas sino realistas -y tal como muestra su nivel creciente en todos los rubros- un día arrasará con todo, hasta con los valores y la cultura. Ojalá que no. Cuestión de esperar.
Sin embargo, mucho podría contribuir a superar la crisis el componente político -partidos y militantes partidarios- toda vez que en un giro prometedor, sincero e incondicional, asuman el verdadero compromiso ante el pueblo, dejando por siempre atrás, la ambición personal y partidaria, que es la que hasta hoy les ha impulsado -verdaderamente- a militar en la política. En todo esto, hay excepciones, apreciables por ser muy pocas.
Tendrán que dominar los políticos de las más altas esferas -Legislativa, Ejecutiva y Judicial- las tentaciones que siempre ha brindado el poder, y que a algunos hoy los tiene en la mira o bajo procedimientos judiciales, por corrupción y amor al dinero fácil. Se trata entonces de entender que llegar al poder no significa “la compostura” (palabra aplicada comúnmente a hacerse de bienes mediante un cargo público, sin mucho trabajo). Acaso sí, sin darse cuenta, ser víctimas de la subcultura de “la compostura”, que más temprano que tarde puede pasarles la factura hasta penalmente, a pesar de la impunidad de la que hacemos gala.
Y es preciso saber entender también, que haber sido electos no significa, necesariamente, que encarnan la democracia; porque, democracia no es únicamente elecciones, votar en las urnas, elegir y ser electos; y, como consecuencia, tener el derecho de actuar arbitrariamente y meter la mano al antojo en las arcas oficiales.
Tampoco se vale seguir creyendo que haber obtenido mayoría de votos, se debe a ser considerado el más demócrata; o que subir a la más alta magistratura y convertirse en mandatario es tener -por obra y gracia de la democracia- el poder absoluto, cuando mandatario es el que hace el mandado; es decir, el que debe obediencia y respeto al mandante: en este caso, el pueblo. Entender esto permitiría aproximarse al significado de democracia, definida escuetamente como poder del pueblo para el pueblo. Pero, empeñados en dar la espalda a este concepto, se actúa -más por malicia que por ignorancia o ambas juntas- para obtener privilegios y prebendas.
Por malicia: así han actuado algunos políticos -ex presidentes, ex vice presidentes y diputados de países de C.A. -cuestionados ahora por malos manejos de la cosa pública (robos, desvío de donativos, malversaciones…), mientras se erigían como los paladines de la democracia, ante la población que en mala hora los eligió. Y lo peor, para que resplandeciera con más brillo su democracia, rociaron su corrupción con vinos de impunidad. Pero, siempre serán patrimonio de la vergüenza los capitales de la vergüenza, no sólo por el robo contra el pueblo más necesitado, sino por lo imposible de seguir en la vida con la frente en alto.
Jugar a la democracia, únicamente por haber participado como candidato y ganado una elección, ha sido -es- grave error ciudadano. Ojalá que el tiempo, y el pueblo mismo, orienten la rectificación y, en adelante, entro del concepto democracia, las elecciones y los cargos obtenidos por esa vía, se consideren apenas un componente y que entren en juego las verdaderas condiciones que permitan el poder del pueblo para el pueblo, los pesos y contrapesos políticos y, sobre todo, la máxima expresión de amor desinteresado a la Patria, más allá de los simples simbolismos y las expresiones demagógicas.
Siempre y para todo, hay una oportunidad. Es hora de intentar demostrar que se es estadista, o se intenta serlo, pensando en la población salvadoreña, antes que en sus propios intereses.
Es decir, que se está en el cargo para hacer bien a la Nación y no por la falsa percepción de una total democracia, por el simple hecho de haber ido a las elecciones. Por ejemplo, en la Asamblea Legislativa es hora de rectificar.
El pueblo mantiene la desconfianza y la duda con toda razón, sobre los efectos positivos de la reciente declaratoria de unidad en función de país, firmada recientemente por los partidos políticos, en Ataco. A una semana de suscrito dicho pacto, revivieron -públicamente y con estruendo altisonante- las rencillas políticas de los dos grupos parlamentarios mayoritarios, en el pleno legislativo. Volvieron los descalificadores por vocación y ejercicio, los que ven la paja en el ojo ajeno ignorando la viga suya en el propio ¡Difícil confiar en los descalificadores de profesión!