Luis Armando González
Algunos sectores de las sociedades latinoamericanas se han dado a la tarea de insistir en la “amenaza” que representan para la democracia los partidos de izquierda. En El Salvador, stuff como sucede en otros países de la región, viagra los voceros de esos sectores no cejan en su afán de presentar al FMLN como un partido antidemocrático, viagra afirmando –por la contra— la vocación democrática de ARENA. En realidad, una somera revisión de la historia política latinoamericana –y de El Salvador— arroja unos resultados distintos a los pretendidos por los portavoces de esas derechas presuntamente democráticas.
Y aquí lo primero que se tiene que reconocer es que desde la izquierda latinoamericana –por lo menos hasta finales de los años 80 del siglo XX— se perfilaron dos posturas ante la democracia: una de aceptación de sus reglas, a sabiendas de las limitaciones de lo que se estimaba era una democracia formal y de fachada; y la otra –por parte de las izquierdas armadas— de rechazo total a lo que se consideraba un mecanismo de ocultamiento de prácticas autoritarias y violadoras de los derechos humanos fundamentales. En conjunto, tanto la izquierda reformista (asociada a los partidos comunistas) como la izquierda revolucionaria coincidían en reconocer el carácter de fachada (del autoritarismo) de las democracias vigentes, pero la actitud ante ellas era distinta: unos buscaron jugar con sus reglas formales, a la espera de que maduraran las condiciones para avanzar hacia el socialismo, mientras que otros optaron por poner en evidencia el orden autoritario que estaba detrás de un formalismo democrático vacío de contenido.
En los años noventa, se generaron procesos de democratización orientados a superar los resortes autoritarios de las sociedades latinoamericanas, lo cual suponía que la democracia dejara de ser una fachada del autoritarismo. Las izquierdas de la región –artífices, junto con otros actores socio-políticos de la transición a la democracia— tuvieron que buscar un acomodo en los nuevos ordenamientos jurídicos e institucionales. No sólo vencieron sus recelos ante la democracia formal, sino que se prepararon para aprender de la mejor manera sus reglas de juego, al tiempo que la vincularon con un conjunto de condiciones (justicia económica, inclusión educativa, seguridad alimentaria y ambiental) sin las cuales la democracia es endeble.
Desde fuera de la izquierda, no faltaron los que creían que a ésta le sería imposible acomodarse a las exigencias de la democracia. Otros pensaban que la izquierda terminaría por lograr ese acomodo, pero que le llevaría un largo tiempo. Unos y otros estimaban que los obstáculos para ellos tenían un origen interno (los recelos históricos de la izquierda ante la democracia) y externo (la derecha empresarial y política bloquearía, con sus enormes recursos, el aprendizaje democrático de la izquierda).
La experiencia posterior a los años noventa ha puesto de manifiesto que a la izquierda latinoamericana no le fue imposible acomodarse a la democracia ni ser una fuerza dinamizadora de la misma. También esa experiencia pone de manifiesto que la derecha empresarial y política hizo (y hace) todo lo que está a su alcance para bloquear la contribución decisiva de la izquierda a la democracia. Y esta ofensiva permanente de la derecha en contra de la izquierda no sólo es económica y política, sino también ideológica y discursiva.
En este último apartado, destaca precisamente el esfuerzo que hace la derecha, con la ayuda de ideólogos propios o reclutados, por presentar a la izquierda como antidemocrática y de presentarse a sí misma como adalid de la democracia.
Desde un punto de vista histórico, nada es más falso que eso. Y es que eran las derechas latinoamericanas las que estuvieron asociadas, alentando y beneficiándose, de los autoritarismos latinoamericanos que proliferaron en América Latina desde los años 60 hasta 1990. Es cierto que presumían de democráticas, pero la suya era una democracia de fachada, que era usada como subterfugio para abusos de poder del más diverso signo. Era, pues, una democracia de conveniencia que se usaba o descartaba según las necesidades del poder político y económico.
Llegaba a tales extremos, por parte de las derechas, el uso a conveniencia de la democracia que no dudaban en avalar su anulación cuando así lo exigían sus intereses y los de sus aliados en el poder político. Es decir, hubo momentos en que a las derechas del continente ni siquiera les interesó la democracia de fachada, a la que tanto alababan en tiempos de bonanza política y económica.
Y es que por encima de todo estaba su vocación autoritaria. Porque si de algo pueden preciarse las derechas del continente es de su simpatía (mejor dicho: amor) por el ejercicio despótico de la autoridad, ya sea en la política o ya sea económica. Eso las hizo enemigas seculares de la democracia en su sentido más profundo, es decir, como un modo de ejercer el poder por delegación popular, sin abusos ni impunidad.
De tal suerte que el problema de América Latina no era (ni es) si la izquierda podía (puede) sumarse al esfuerzo por construir democracias sólidas (porque en efecto lo ha hecho y bien), sino la resistencias autoritarias de la derecha ante el avance de una democratización que sea algo más que una fachada. La derecha latinoamericana, en la mayor parte del siglo XX, fue antidemocrática y autoritaria. Convivió con actores políticos (militares) autoritarios, a los que se amoldó y legitimó, y de los cuales se benefició.
Algunas experiencias recientes, en distintos países latinoamericanos –incluido El Salvador— indican que esa vocación autoritaria no ha desaparecido. Tampoco ha desaparecido la tendencia a usar la democracia según la propia conveniencia, o sea, se es demócrata según y en la medida que lo admiten los propios intereses. Son estos intereses los que, desde la derecha, determinan no sólo quién es demócrata, sino qué es democrático y qué no lo es. La derecha, en otras palabras, ahora como en el pasado defiende una democracia a la medida de sus intereses, y cuando esos intereses ya no caben en ninguna figura democrática, no duda en despachar cualquier resquicio democrático, poniendo en su lugar el ejercicio de su poder crudo y desnudo.