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Derecho a una ciudad digna

José M. Tojeira

La población urbana en El Salvador se acerca a 5 millones. Aproximadamente el 80% de la población que vive en el país. El proceso de despoblación del campo continúa imparable, orientados los jóvenes, en un buen porcentaje, hacia la migración. Sin embargo, no gozamos de ciudades ordenadas, bien pensadas desde una organización del espacio que contemple las necesidades urbanas. El transporte, la contaminación, el ruido, el tráfico, los servicios son con frecuencia deficientes. La Comisión Económica para América Latina, CEPAL, decía recientemente que “la urbanización polarizada mata la ciudad”. Las fuertes desigualdades, evidentes si contemplamos la ubicación de barrios y viviendas de lujo vecinos a villas miseria, impiden y dificultan la confianza ciudadana, así como resaltan las carencias en el campo del desarrollo humano y de las relaciones sociales.

Hace más dos mil años el filósofo Aristóteles decía que ““la ciudad es la asociación civil con miras a obtener el bienestar y la virtud para beneficio de las familias y de las diversas clases de habitantes… La fuente de todas estas instituciones es la amistad y este sentimiento es el que mueve al hombre a preferir la vida en común… Y así la comunidad política tiene, ciertamente por objeto la virtud y la felicidad de los individuos y no solo la vida común” (La Política).

A lo largo de la historia se ha pensado siempre en la ciudad como el lugar del desarrollo, del cambio social, de la planificación de nuevas formas de convivencia. En la ciudad nacen, además del concepto de estado de los ciudadanos, los hospitales, las escuelas, las universidades y los sueños de convivencia. La “Utopía” de Tomás Moro, aunque es el nombre de una isla imaginada describe, describe una convivencia ciudadana ideal en contraste con el deterioro de las ciudades de su tiempo. La ciudad ha sido siempre motor de desarrollo con una dinámica interna que pugna por el desarrollo igualitario y la justicia social. De nuestra parte, en cambio, el interés no está en lograr el bienestar urbano para todos.

Entre nosotros, los cambios acelerados en la industrialización y en los servicios, la falta de planificación urbana, los asentamientos informales, la construcción de viviendas para personas de escasos recursos, muy reducidas en espacio y en lugares comunes, han convertido a nuestras ciudades en lugares estresantes, muchas veces complicados para vivir. Construimos colonias extensas en la periferia de la ciudad sin pensar simultáneamente en las calles que las van a comunicar con las zonas urbanas. Mientras quienes tienen recursos gozan de viviendas no solo aceptables, sino incluso excesivamente lujosas, a los pobres y vulnerables se les orilla a zonas mal comunicadas y se les condena al hacinamiento. Destruimos bosques, acuíferos y limitamos los escasos recursos de los habitantes de las zonas rurales. Preferimos reaccionar a los problemas, sean de seguridad, de tráfico o de prestación de servicios como el agua, en vez de planificar previamente la solución de los problemas.

Las políticas de urbanización, si es que pueden llamarse así, han sido dirigidas en buena parte por los intereses de las constructoras y los grandes empresarios. El Estado se ha limitado a reaccionar y sin demasiado éxito. La planificación de la ciudad en su conjunto, y en particular el área de lo que llamamos el Gran San Salvador, se vuelve cada vez más urgente. De lo contrario, el desorden y las dificultades del transporte se volverán un auténtico freno a nuestro desarrollo. El derecho a una ciudad digna es un derecho de todos. Y no un derecho caprichoso, sino una condición indispensable para un desarrollo armónico. Lo que se ha logrado en el Centro de San Salvador o en algunas ciudades más pequeñas que ciertos días vuelven peatonales algunas calles, indican capacidad de pensar en la ciudad. Es cuestión ahora de pensar en el conjunto urbano y lograr para todos una urbanización digna.

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