René Martínez Pineda *
Desde ese punto de vista, y desde cualquier otro, será permitido decir que, tanto como al más rebelde, crítico y comprometido de los sociólogos escribientes me alienta, a mí, ingenuo como soy, el derecho inconstitucional a la herejía. Entre esa Sala de lo Constitucional o simple guarida del capital, y yo mismo, acepto una sola y esencial discrepancia: a un derecho que nos es común, por ejemplo el derecho a pensar, a escribir y a luchar en el marco de principios revolucionarios (como una combinatoria dialéctica inseparable en sus partes), agregué, bajo mi propio riesgo y cosecha, otros que al sociólogo le han sido vetados en los últimos años: el derecho a pecar soñando la utopía social, el derecho a la herejía (que son una misma cosa si lo vemos desde la lógica y rebeldía de Juana, La Pelona) que teníamos en los tiempos de la guerra civil y del marxismo.
Y es que, socialmente, quien dice pecado dice herejía, porque hacemos referencia a la cultura política de súbdito que se niega seguir siendo tal. La herejía es una opinión belicosa o un grupo de ideas doctrinarias -con una meta colectiva en función del bien común- que se oponen a las creencias consideradas inapelables en la sociedad de cualquier época, por lo que herejía no es sinónimo de insultos o calumnias anónimas, sino todo lo contrario, pues es eso lo que le da validez y fuerza transformadora. Casi siempre el ideal hegemónico que hace de la herejía social un derecho inconstitucional, responde a un arquetipo religioso-jurídico y se basa en la imposición de una doctrina, ideología o dogma de fe que debe ser respetado, a raja tabla, por los individuos que son afectados por sus respectivos centros de gravedad.
Entonces la herejía es una negación afirmativa, un apuro por la lentitud o una duda obstinada -por parte de un cristiano, de un ciudadano o de un militantes- de alguna verdad que se debe creer y aceptar con fe mágico-religiosa, y estoy seguro de que no abuso en exceso de la plasticidad semántica de los conceptos y categorías si afirmo que en el pecado social, cualquiera que sea su gravedad, color o radicalismo, ya se está gestando la herejía del cambio social posible. Un prelado demostraría bien, con sus palabras y juicios de valor teológicos, que estoy totalmente equivocado –una herejía de la herejía- pero, en el ámbito del comportamiento individual y colectivo –para corregir a Durkheim viéndolo desde Marx- me parece que es obvio que entre el pecado social (que es la ofensa al Dios Capital) y la herejía colectiva (que es la negación de la verdad y de la historia que se debe creer y reproducir) hay algo en común: ambos expresan una voluntad de rebelión doctrinaria que supera al anarquismo, es decir que expresan una voluntad individual de liberación social, sea cual sea el grado y calidad de conciencia que la defina en el marco de otro contexto.
Si ponemos por caso, recorriendo la historia de la Iglesia y de la política, la ruptura de lo dado en términos culturales, veremos que todas las herejías se manifestaron por la negación furtiva o rechazo público y voluntario de una o más afirmaciones de fe (¿cómo se le llamó a la época en que la Iglesia era irrebatible cuando se juntó con el desarrollo de las ciencias y del arte?): ¿Cuál fue el camino social de esas herejías sino decidir cuál rumbo tomar, en esa encrucijada de la historia, teniendo por un lado la senda de las verdades coercitivas, y por otro la senda de las verdades construidas? En ese momento se tuvo que optar por lo que parecía como lo más adecuado, buscando el equilibrio –como inercia- ente la fe pura y la razón dura. El hecho de que, en la base del oscurantismo más feroz, los cónclaves mundiales de lo religioso, como poder político y cultural, asumieran el papel de punta de lanza de la fe católica para la definición de la ortodoxia y condenación de las herejías a sangre y fuego muestra, por acá, que los movimientos sociales llamados heréticos fueron, en la práctica, hermanos gemelos del cristianismo y, por allá, que la Iglesia (y luego la política partidarista), como poder central, vital y hegemónico por antonomasia, muy pronto se fue definiendo como el gendarme de una ley en la que ella misma, condenadas las herejías doctrinarias (no así las herejías perversas) establecía las condiciones del respeto burocrático y las falsas fronteras de la crítica. “Paradójicamente, si observamos lo que pasa en nuestros días, se ve cómo en nombre de la democracia se están reprobando todas y cada una de las ortodoxias políticas e ideológicas, aplaudiéndose, por lo tanto, las herejías nacidas dentro de ellas, y cómo, en absoluta contradicción con esa actitud liberalista, permanece en el espíritu de las personas el temor supersticioso de ofender o escoger contra Dios, cuando apenas se trata de recusar o negar lo que fue impuesto por otras personas, organizadas en la Iglesia y para la Iglesia”.
Viene al caso recordar con qué simpleza coyuntural y comodidad estructural muchos de los más brutales defensores de las heterodoxias ideológicas, culturales y políticas se aprovechan y concilian políticamente bajo la mesa, en nombre de intereses pragmáticos vulgares con los aparatos institucionales de la reacción y las manipulaciones del espíritu de las diversas iglesias y gremios del mundo que anhelan tener, mantener y aumentar, por la condena de las herejías antiguas y modernas y por el castigo de los pecados de siempre, su poder sobre una absurda humanidad “a quien más se exige que pague multiplicadas sus pretendidas ofensas a Dios que el que reconsidere las culpas y los crímenes de los que, contra sí misma, es responsable”.
La verdad en su versión cruda y ruda es que vivimos en el mundo de la hipocresía de lo ideológico, de la impostura de la torcedura, del fingimiento cotidiano usando, a destajo, las máscaras de Octavio Paz (esas que mandó al olvido Juana, La Pelona), mundo en el que las insuficiencias crónicas de la razón científica son aprovechadas para negarla y manipular la conciencia.