Carlos Girón S.
Descarrilar el tren, el país, nuestro país, cuya conducción está en manos de los actuales gobernantes, es el empeño de sus enemigos, los opositores, políticos y no políticos, los manifestantes que protestan por esto y por aquello, porque tienen trabajo o no lo tienen, y que echan mano de todos los medios, herramientas y armas que tienen en sus manos y las que están a su alcance para lograr su objetivo.
La ojeriza, la mala voluntad, la tirria y el odio que dichos sectores le tienen al Gobierno es simplemente por su dedicación a atender las necesidades de la gran población de menores recursos, en las áreas de salud, educación, protección y seguridad, sana recreación (como son los programas del “Buen Vivir”, “Gobernando con la Gente”, en los cuales el presidente Sánchez Cerén se mezcla con el pueblo y les lleva alegría y escucha sus inquietudes) –para lo cual ocupa fondos como los que está solicitando en estos momentos y los de siempre se los niegan por puro capricho—aaaaa, por atender también el fomento a la agricultura y la ganadería, con la entrega de fertilizantes y semillas mejoradas; ampliación del programa de desayunos y el vaso de leche a los escolares, etc.. Por eso, la guerra que sus opositores y enemigos creen hacerle al Gobierno, a quien en realidad se la hacen es al noble pueblo salvadoreño, trabajador, amante de su Patria, estoico, aguantador, pero rebelde llegado el momento, pueblo que ha sido marginado por los gobernantes anteriores a la llegada del FMLN al poder político.
Esa legitima, sincera, loable preocupación del Gobierno por el pueblo, sincera, loable, libre de toda demagogia, es lo que despierta la ira de los que estaban acostumbrados a tomar al país como la mesa servida abundantemente sólo para ellos, sin querer dejarle ni las migajas a los pobres, como el Epulón bíblico. Por eso consideran que lo que el Gobierno invierte en atender al pueblo mayoritario es “un derroche”. Por eso, los opositores, los enemigos quieren a toda costa y tan prontamente como sea posible, desbalancear, descarrilar el tren –el país, El Salvador. Esa es su gran nostalgia, su consigna medular, su alto sueño, su elevada aspiración y su objetivo cumbre. Y no piensan en los golpes de Estado porque ahora no han podido comprar las armas del Ejército –que le es leal y fiel al Gobierno constituido y constitucional– , pero los dan de otros modos como es que uno de los Órganos del Estado usurpe las funciones de los otros dos saltando sobre la Constitución.
Para hacer saltar por los aires el tren los conspiradores no le ponen aceite (no pago de grandes sumas de impuestos, y boicot a préstamos solicitados) a la locomotora; aflojan las tuercas de los ejes y ruedas (evasión y elusión también de millonarias sumas en impuestos); y mientras unos levantan los rieles (desprestigiando a los funcionarios de todo nivel), otros aguardan con poderosas cargas de dinamita para hacerlas estallar llegado el momento (acuden a la famosa Sala con cada demanda de inconstitucionalidad, sabiendo que serán obedecidos sin rechistar). Como un Nerón complacido viendo incendiarse a Roma por mandato suyo, así los conspiradores criollos esperarían solazarse viendo en llamas y destrozados los vagones del ferrocarril nacional.
Ya dijimos alegóricamente que el Estado salvadoreño representaría el tren. Pero, ¿por qué querer descarrilarlo? ¿Quiénes querrían hacerlo? Querían hacerlo aquellos que tengan sentimientos y alma de terroristas, instintos criminales, odio contra sus semejantes. Cometer un acto terrorista, criminal, como ese, es ser enemigo del hombre, de la humanidad, de Dios.
Por eso, quienes en estos momentos y desde hace ratos están afanados en ese empeño, no pueden ser calificados más que como terroristas, aunque se disfracen con toda clase de caretas o vestimentas, trajes con corbata, o recamados con lentejuelas e hilos dorados. Son delincuentes que tarde o temprano tendrán su paga.
Duro lenguaje, pero a ratos es preciso echar mano de él, al estilo Papini, Geovani Papini, el iconoclasta, ateo al principio y luego elogioso de Dios, quien hizo pedazos la filosofía, o digamos a todos los filósofos habidos y por haber; o bien recurrir al lenguaje de Nietzche, el nihilista.
Hay que repetirlo. Los empeñados en descarrilar el tren en el que van la Nación y el pueblo salvadoreño, se han armado, unos con petardos de dinamita de gran poder destructor; otros, como francotiradores, lanzan fogonazos al maquinista, a los fogoneros y demás ayudantes. Los pintan como inútiles, atolondrados (pero no como ladrones, como aquellos de ayer).
Pero, ¿quiénes se salvarían y saldrían indemnes de la destrucción consecuente? Difícil que hubiera quienes lo lograran. Quebrada la institucionalidad en el país, reinaría el caos. Las dependencias gubernamentales, las aduanas, los puertos y aeropuertos no podrían atender los trámites del comercio, los papeleos de las importaciones y exportaciones se perderían; los hospitales, las clínicas y los centros de salud quedarían incapacitados de atender a los miles de enfermos, etc.
Los cultivos y productos de la ganadería también desaparecerían, sumiendo en el hambre a toda la población y hasta los Epulones, que se verían afectados en sus casas y negocios.
Todo eso porque descarrilar el tren sería destrozar el país, nuestro querido país –querido para el pueblo, no para los otros.