María Eugenia Russián, Venezuela
Tomado de Agenda Latinoamericana
Alguna vez leí el libro “Las venas abiertas de América Latina”, en el cual Eduardo Galeano explicaba a la perfección el proceso de colonización de España en nuestra América. En su obra, magistralmente Galeano describe: “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”. Sin duda, la iglesia apostólica y romana fue también la responsable de muchas aberraciones de las que fueron víctimas los pueblos originarios de América tras la llegada de los europeos, imponiendo su visión de expandir la fe cristiana y “civilizar a los salvajes nativos”, una prédica que logró engañar, diezmar y someter a los pueblos para quedarse con sus territorios.
Esta colonización no solo representó la explotación de la tierra o el saqueo de los recursos, sino el desprecio por la fe popular, aquella capaz de sentir e interpretar la relación con la Madre Tierra y con la espiritualidad ancestral. La colonia interpretó el misterio de la vida desde los dogmas y las doctrinas, que nada tenían que ver con el movimiento de Jesús. Los colonos impusieron a sangre y fuego la religión para sus objetivos de dominación hacia n uestros pueblos.
Los pueblos de Nuestra América siempre han estado en comunión con la tierra y sus procesos, aprendiendo de los ancianos de su comunidad, venerando la lluvia, la cosecha, la fertilidad y, en definitiva, la vida. Por el contrario, la colonia ejerció un fuerte dominio sobre las poblaciones, imponiéndoles la religión cristiana como el único fin para “salvar el alma” obligándoles a adoptar un pensamiento único que cerraba toda posibilidad de razonar de otra manera.
Lamentablemente, esta imposición de la iglesia católica se tradujo en un fuerte choque y una profunda resistencia indígena que se opuso a las imágenes, los credos e instituciones que eran concebidos desde los europeos, quienes menospreciaban la espiritualidad popular por considerarla inculta o supersticiosa, defendiendo a sacerdotes de diversas órdenes religiosas, los cuales parecían ungidos por la divinidad para llevar y encarnar a Dios en la tierra.
A pesar de la imposición y el dominio español, sobrevivieron a esta barbarie los ritos africanos e indígenas vinculados con la naturaleza, las danzas, la medicina tradicional, las peregrinaciones, los santuarios, como una forma de resguardar los saberes ancestrales que fueron despreciados por el catolicismo. De esta manera, se produjo un sincretismo religioso a través del cual cohabitaron diferentes formas de entender lo espiritual, lo religioso y la fe. La religiosidad popular por parte de los indígenas, negros y mestizos se mezcló con la iglesia oficial, incorporando plegarias, peregrinaciones, cantos y otros ritos al catolicismo. Son bien conocidos los equivalentes entre los santos del catolicismo español y los dioses indígenas de la naturaleza, que es una muestra palmaria del sincretismo religioso latinoamericano.
Por supuesto, este sincretismo religioso no fue producto de un diálogo fraterno o de reconocimiento a la diversidad. Por el contrario, estuvo plagado de imposiciones, vejaciones, violencia y negación del otro. En este contexto, nace en América Latina la Teología de la Liberación, no solo como una corriente de pensamiento, sino como un movimiento comprometido plenamente con las luchas de los pueblos y encargado de descolonizar el cristianismo.
Desde la Teología de la Liberación se entiende el cristianismo como una verdadera forma de vida que encarna las enseñanzas de Jesús como un instrumento para la emancipación de los pueblos, la justicia, la fraternidad, la solidaridad y la defensa de los más pobres. Este es un movimiento comprometido con las luchas de los pueblos, quienes poseen una espiritualidad que se manifiesta en una fe viva. Esta manera de pensar y vivir la fe cristiana muestra grandes aportes en la defensa de los más desposeídos, los olvidados y los ninguneados, como la más alta misión, reconociendo y respetando la pluralidad de identidades religiosas y cultos, y fomentando un diálogo diverso e interreligioso.
A diferencia de países como Brasil, donde el surgimiento de la Teología de la Liberación generó un amplio movimiento de comunidades eclesiales de base, —apoyado por cardenales y obispos y en diálogo fraterno con pastores de iglesias hermanas—, las comunidades cristianas venezolanas se nutrieron de la espiritualidad, sin un apoyo significativo episcopal y, por encima del culto dominical, las mayores formas de convocatoria resultaron ser las procesiones marianas como la de la Divina Pastora del estado Lara, —nacida en 1856, cuando los creyentes imploraban a Dios su misericordia para erradicar el brote de cólera en toda Venezuela —, así como las procesiones en honor a la Virgen del Valle, en el oriente del país o la Virgen de la Chiquinquirá en el estado Zulia, entre otras.
También se puede mencionar la sentida devoción al santo popular, denominado “el médico de los pobres”, el hoy Beato Dr. José Gregorio Hernández; o cultos africanos o indígenas que están presentes en las celebraciones de San Juan y San Pedro en las costas venezolanas; o las leyendas populares como la reina indígena María Lionza; o las hazañas del Cacique Guaicaipuro, quien luchó contra los conquistadores; o los combates del Negro Primero, quien peleó junto al ejército libertador. Todos estos per-sonajes son venerados por muchos sectores en Venezuela, quienes se identifican y les construyen altares domésticos como muestra de la fe y espiritualidad cristianas.
Ya no se puede continuar mirando el con-inente desde el modelo teológico eurocéntrico. Es necesario asumir que estamos frente a un contexto diferente que requiere acciones distintas por parte de quienes integramos los movimientos o llevamos adelante las prácticas pastorales. Nuestro pensamiento debe ser verdaderamente liberador a través del método de ver, juzgar y actuar. Cada día se hace fundamental la organización de base para construir comunidades cristianas descolonizadas. Si queremos de construir las estructuras de opresión de nuestros pueblos, debemos fortalecer el movimiento de Jesús. No hay recetas, pero tenemos experiencias significativas en América Latina que muestran cómo los pueblos viven a un Dios que se indigna frente a la pobreza, que lucha ante las injusticias y que defiende la dignidad humana. Debemos acompañar a nuestras comunidades en su experiencia de fe, reconociendo al otro; sus creencias, su manera de pensar y sentir a Dios, desde su cultura y realidad concreta.
Todos tenemos maneras diferentes de interpretar el misterio de la vida. Por eso, basta de dogmas y doctrinas; basta de imposiciones de imágenes y credos. Hoy, más que nunca, hay que descolonizar la iglesia