Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Cuando eres un ser extraño aunque te lo ocultes terminas por darte cuenta.
A pesar de todo lo que pueda decir tardé mucho en saberlo. Desde que nací fui mimado como nadie que conozca, excepto yo mismo. Cada mañana la luz del sol apenas me arañaba los párpados para despertar. Abría mis ojos y todos estaban a mi alrededor prestos a resolver mi vestuario. Por años jamás escogí la menor prenda. Siempre fueron ellos quienes se tomaron el tiempo para escoger las telas, sus cortes y por supuesto sus colores. Tanto que jamás sentí la necesidad de exigir otra cosa, mucho menos a sentirme diferente o carente de aprecio.
Luego andaba sobre esos lustrosos ladrillos de mármol que pensaba eran parte de la naturaleza hasta que llegaba al jardín y caminaba descalzo sobre esa mullida alfombra de hierba para saludar al sol. Creo que era lo que más disfrutaba de esas rutinas. El sol desnudo sobre mi rostro como si me arropara y me meciera. Sentía incluso que me acariciaba, pero nunca me dejaron que la caricia durara mucho. Era breve todo.
Luego el día era lo mismo, contar palabras y labrar melodías con ellas hasta que uno de los guía me detenían y comenzaba a llevar el que me instruía en música. Entonces debía memorizar sonidos para luego imitarlos con la mandolina, la guitarra, la viola, el violín. Terminaba agotado, sediento. Pero ellos siempre estaban prestos a hidratarme. Nunca me imaginé que alguien pudiera terminar sus días por no beber una gota de agua, y por supuesto jamás imaginé que era posible eso que después conocí como la muerte. El tiempo fue pasando y los rostros que cuidaban de mi cambiaban.
Llegué a ver tantos rostros que me percaté de que no eran los mismos.
Algunos se parecían, seguro eran parecidos, pero no los mismos.
No era grande el espacio en que me movía, podría dar con facilidad tres mil pasos en línea recta hasta llegar a los muros blancos que circundaban todo en una forma redondeada muy parecida a la viola o al violín.
No sé porqué nunca busqué ir más allá o ver algo más, me conformé con mi cama, el piso de mármol, la hierba y de nuevo esa redondeada muralla que no me dejaba conocer nada.
Hasta que un día el sol me rasgó de una forma diferente los párpados y al abrir los ojos me di cuenta que algo no era igual al resto de días que aprendí a contar gracias a la música. Estaba solo. No importó cuanto les llamé. Ninguno vino.
Al ponerme en pie no encontré mi ropa. Sencillamente no había ropa, así que salí desnudo para tocar la hierba y saludar el sol. Salí y dejé estar un tiempo el sol sobre mí, tanto que empecé a sentir esa sensación extraña que se llama quemar. Para mí no existía. Jamás la había sentido. Tuvo lógica eso de no dejarme mucho tiempo bajo el sol. Fue la primera vez que recorrí el domo, fue ahí que supe lo de los tres mil pasos y fue entonces que me pregunté por primera vez de dónde emergían los hombres que me acompañaban para enseñarme a contar palabras y música.
Comencé a tocar la pared para sentir una sensación parecida a la del mármol.
Nunca me había preguntado cómo se sentía, así que respiraba agitado y temblaba. Todo era un inmenso bloque parecido al de mis instrumentos. Pero así como mis instrumentos debía tener alguna comisura. Mis instrumentos tenían un vacío dentro que permitían la acústica. Así debía ser esa pared. Me tomó el día, pero logré encontrar una ligera fisura. Casi imperceptible. Comencé a tirar de ella con mis uñas. Inútil, inmovible. Me cansé de halar y por primera vez sentí esa sensación que me aceleró el corazón, que parecía un golpeteo fuerte de cuerdas.
Golpeé con las palmas de mis manos la comisura y la puerta igual. Nada se movió. Me apoyé sobre la pared y me dejé caer mientras caía acaricié suavemente la puerta y esta se abrió.
Dentro todo era confusamente oscuro. Afuera era de día, podía ver la danza del sol que había contado trescientos sesenta y siete mil veces desde que comencé a contar. Poco a poco fui entrando a la habitación, a ese negro mundo hasta que llegué a acostumbrarme a la oscuridad y pude ver mesas, sillas y toda clase de muebles, cosas que jamás había visto. Todo tenía la idea de sostener, tal como la cama en que dormía. No tardé en descifrar los papeles que encontré. Sabía leer y pude descubrir que todo lo que había vivido me hacía extraño, una rareza, que había sido el único hombre que había vivido más de mil años.