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Desde el hotel embrujado de Montevideo (2)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

De nuevo me agobia la vieja sensación de fuga (sentí eso cuando el barbero me descubrió con su hija haciendo picardías y, como un animal en peligro de muerte, perdió su cortesía, me lanzó un cinchazo y me gritó pervertido de mierda, como tu tata, aunque según el doctor que atendió mis cicatrices sexuales, que descanse en paz, mi brama no tenía que ver con nadie, que era algo normal de la juventud), pero debo cumplir la misión, y para ello necesito hacerle un nudo ciego al miedo para no errar el disparo, solo tengo oportunidad de hacer uno y si me tiemblan las manos… También incide el perro del balcón vecino con sus ladridos, como si sospechara algo. Se ve que es uno de esos perros que ladran con voz de persona y que son parientes de las personas que hablan con voz de perro.

Los huéspedes del hotel no sospechan nada, para ellos soy un hombre que participa en el congreso de sociología, y ni Armando ni Noé van a abrir la boca. Es viernes, mañana será el día, se acaba la espera y debo empezar a respirar lento. Estaba haciendo cálculos del ángulo de tiro en la ventana y de pronto sentí el frío de los nudillos en la puerta. Guardé el fusil y me puse la camisa. Abrí la puerta y un golpe de misterio me dio en la cara porque en el pasillo solo estaba la mucama y me juró que no había tocado la puerta, ni había visto a alguien hacerlo. Sus piernas demasiado perfectas para una mujer vieja, según consta en su maquillaje, me devolvieron a mis días de paranoia. Sonrió. Me preguntó si necesitaba algo, y yo dije que nada, y parpadeamos al mismo tiempo. Todo está listo, solo debo esperar el inicio del mitin, ubicar el blanco, respirar profundo, jalar el gatillo, huir con rumbo desconocido, tomar el avión. Pienso en las piernas de la mucama, hay algo raro en esa perfección que no es propia de un hotel embrujado.

No sé cómo hay gente capaz de vivir sin secretos. Armando y Noé tienen secretos tremendamente secretos. Pero yo no los voy a contar porque les juré no hacerlo cuando brindábamos con cerveza Patricia, en Ciudad Vieja, la primera noche en Montevideo, o en la segunda, no recuerdo bien porque a veces se me enredan las fechas debido a que el reloj que me regalaron al graduarme de bachiller no funciona. Eso fue a los dieciocho años y ahora tengo cincuenta y cinco, me llamo Vladimir “X”. Por fin estoy en un hotel embrujado. Lo conseguí al llegar, una semana antes, treinta años antes, no importa. Siempre quise vivir en un hotel embrujado, asomarme a la ventana y oír a los perros con voz de persona de los balcones vecinos. A mí no me crece la barba. Ya casi es la hora. Desde la ventana miro al sol y el sol me mira a mí.

Mi cuerpo se confunde con la tonalidad apática de las cortinas en una atmósfera impregnada con olor a cigarros furtivos que ocultan el olor a miedo que se cuelga de la ventana. Quién no ha amarrado miedos de guerra o charlado con espíritus errantes y cadáveres oxidados que en operaciones como esta son nuestra única compañía porque forman parte de la belleza de un horror en el segundo en que el silencio no es alterado por el estampido despiadado de la bala.

La veintena de soldados que custodian a Juan María Bordaberry está parapetada en los árboles que marcan los lindes de la plaza, cinco más hacen un círculo para cuidar su cuerpo de todo mal.

Tuerzo el cuello en forma antinatural, observo a mi espalda la puerta de la 704; apoyo la quijada sobre el borde de la ventana como si fuera una almohada tibia y cómoda. Luego asomé la cabeza –de nuevo peleo con el tiempo de los verbos- sobre el borde de la ventana, empujé la vista para ubicar el blanco. Estaba convencido de que en la Operación Bálsamo hallaría tremendas trabas, pero mis ideales vencieron al temor. Me parapeté rápida y suavemente sobre los codos e inicié el rastreo del genocida solapado. Entonces acaricié la pulsera de oro y recordé su historia: hay muertes que son necesarias para la vida. Recorrí el espacio con sigilo y paciencia. Centré la mira en el blanco y recordé las lecciones de los instructores: paciencia y firmeza. La historia completa del continente cabe en la mira del fusil. Unos giros para centrar el blanco. Calcular la velocidad del viento no es necesario a tan corta distancia. El Balmoral está al fondo de la plaza, forma parte de ella. ¡Puuumm! Ruido e imagen mortal del pecho del genocida estallando como un campo de fresas. Salí del hotel en silencio y rápido, previendo la presencia inmediata de los soldados.

Abordo el taxi hacia el aeropuerto sintiéndome seguro y tranquilo, recorriendo el paisaje que luce totalmente nuevo después de ese juego entre la vida y la muerte. Luego supe que el silencio definitivo del hombre que había matado, sin odio ni placer, lo cambiaría todo de raíz en el continente. En todas las emisoras de radio la noticia del asesinato de se iba desvaneciendo poco a poco, como si se fueran quedando mudas, como si el tiempo diera marcha atrás. Un parpadeo.

Dejé la luz encendida y desde el taxi veo el resplandor como si no hubiera avanzado nada en mi huida al aeropuerto. La luz de la habitación 704 está encendida, pero estoy seguro que a nadie le incomoda porque antes de cerrar la puerta cerré los ojos.

Supe que había acertado el disparo cuando me percaté de que los nombres de las plazas, las calles, los monumentos eran referencias a la vida. Ya no hay plazas, ni calles, ni edificios con nombres de genocidas ni de mártires, la ciudad regresó al pecado original para cambiar por completo. Todo estaba irreconocible. Google maps me confirma que ninguna plaza o monumento o calle lleva el nombre de militares o mártires, no hay unos sin los otros. La plaza de mayo sólo es una celebración a las madres y la leche; la plaza d’Aubuisson es una fuente luminosa sin nombre donde los niños juegan sin temor. Todo salió bien, pero me agobia el hecho de que lo último que oí por la radio fue que el tirador había muerto en el lobby del Balmoral.

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