Álvaro Darío Lara,
escritor y poeta
El incremento de los accidentes automovilísticos en el país, muchos de ellos fatales, tiene a su base lo que en otras ocasiones hemos afirmado: la falta de control sobre el parque vehicular, el estado de las calles y carreteras, la ausente señalética, las estrategias de circulación vial, y la escasa instrucción de quienes están al volante. Al no cumplirse la normativa que regula este entramado, es fácil imaginar el destino, tanto de conductores, peatones y automotores: hospitales, cementerios y chatarrerías.
A este panorama, se suma la imprudencia de numerosos motociclistas. Si se consultan fuentes oficiales especializadas, nos encontraremos ante significativas denuncias en contra de establecimientos comerciales que han estafado, crediticiamente, a muchísimos jóvenes que adquieren estas máquinas. Se les ofrece, incluso, fraudulentamente, «trámites» para obtener licencias de conducir. Y si a esto añadimos la indiferencia de quien a «aprendido», bajo la «instrucción» de un compadre en una sola y primitiva lección, el resultado es de esperarse.
Mientras estas situaciones se mantengan, a nivel individual e institucional, serán insuficientes los quirófanos y las morgues nacionales.
En otro aspecto, siempre relacionado con el anterior, atrás quedaron los tiempos donde los niños jugábamos libremente en las aceras, y donde interrumpíamos futbolitos, peregrinas y víboras de la mar, para permitir el paso de los transeúntes. Ahora, en barrios y colonias, las aceras han sido tomadas por los vehículos. Uno, dos, tres, son los automóviles aparcados a lo largo de éstas, frente a residencias y «negocios» que también han invadido, masivamente, la tranquilidad de las áreas residenciales. Al pobre ciudadano no le queda más alternativa que descender al peligroso asfalto de la calle, donde se expone al raudo tráfico, que no tiene ninguna consideración por el andante.
Nos decía un jesuita historiador, durante los años universitarios, que cuando las sociedades tienen miedo, construyen muros muy altos, cierran vías, vuelven la arquitectura tétrica; huyen de la luz; y nos lo ejemplarizaba con los castillos y ciudades de la baja edad media, donde abundó el estilo románico.
Estableciendo las lógicas diferencias en tiempo y espacio, nuestros barrios y colonias actuales, cada día parecen más fortalezas, con sus fosos y puentes levadizos. Ahora continúa la fórmula de la sociedad amurallada, nada más que con otros aditivos: cámaras, ingreso digital, túmulos, y la infaltable «seguridad privada». Esta última, un negocio que vive del terror de la ciudadanía, y que en los últimos tiempos ha amasado grandes fortunas para sus dueños, pagando una miseria al tropel de sus empleados, y abonando, sustantivamente, a una cultura de espionaje, matonería, hostilidad y malcriadeza, que ni resulta funcional en términos de «protección», y que en nada contribuye a la vida civilizada.
No es encarcelándonos entre exmilitares, casetas, portones, púas y alambradas como alcanzaremos la armonía social. Las alternativas apuntan más hacia el fortalecimiento económico, la prevención efectiva, la organización comunitaria, la respuesta eficaz ante el crimen, y desde luego, a una inteligente apuesta por la educación y la cultura.