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Desmilitarizar el debate público. Agendas, marcos y relatos para la democracia

Víctor Sampedro Blanco*

Tomado de Contexto y Acción (ctxt)

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¿Es posible excluir a los intolerantes y promover la negociación y el acuerdo, en vez de enfrentarnos y degradar el debate público? Proponemos desarmar las llamadas guerras culturales. Y, en su lugar, hacer comunicación política democrática: la que sostiene comunidades que dialogan entre sí, cobrando protagonismo e impacto institucional1.

No a la guerra

El marketing electoral más beligerante es propio del (destro)populismo. Este último (de carácter reaccionario) y ciertas réplicas de la izquierda intentan identificar a los líderes con la ciudadanía. Para ello encubren evidentes desigualdades de poder y generan polarización afectiva: dividen y enfrentan a quienes mantienen preferencias políticas contrarias2.

Los generales de la mercadotecnia nos polarizan para blindarse identificándose con la tropa. Esta asume y repite las arengas como si fuesen propias. El belicismo comunicativo encubre así el poder de “los mandos”. Consolida y salvaguarda a los jerarcas, que envían a “los mandados” al frente. Les considera soldadesca prescindible, víctimas propiciatorias de la mentira que han ayudado a viralizar.

La pandemia ultra que afecta las instituciones y nos infecta con valores antidemocráticos no se cura con discursos identitarios o ideológicos opuestos, cargados de superioridad cognitiva o moral. “La contundencia democrática” no se traduce necesariamente en combate ideológico. En la mayoría de las ocasiones, este último disimula la falta de proyecto político. Una democracia “contundente” conduce a acordar medidas políticas concretas, aquí y ahora. Cierto es que, para ello, resulta clave asegurar foros donde dialogar y se empieza eligiendo bien quién dirige los entes de radiotelevisión pública3.

Pero el credo ideológico de un periodista se pliega a un protocolo profesional que podría resumirse en considerar los hechos sagrados y las opiniones, privadas. La misión de la prensa –diferente a la del intelectual orgánico o propagandista– no es construir hegemonía ideológica sino asumir idéntica legitimidad de partida a cualquier actor político-social. Pero imponerles los mismos baremos de veracidad, favoreciendo acuerdos que redunden en el bienestar de la mayoría social. Se trata de convocarnos a realizar colectivamente “el análisis más afilado sobre el funcionamiento del poder y al diseño de la política más sofisticada para desafiar esas relaciones de poder existentes”.

Rechacemos, pues, enquistarnos en guerrillas semióticas, entrar al trapo y sacar las banderas. Las insignias no se comen y tienden a devorar a quien se las cuelga como medallas. Desertemos de las guerras culturales en curso.

Los neocon plantean un conflicto civilizatorio con antipatriotas, migrantes y toda suerte de desviados sexuales e infieles. La izquierda “pura”, con menos recursos, apuesta por aplicar el foquismo guevarista a la comunicación: la guerrilla de la contrainformación y desatar un Vietnam en cada redacción. Ambos bandos olvidan que la estrategia bélica presupone la mentira. Además, instaura el régimen donde gobierna quien más y mejor miente: la pseudocracia4.

Las agendas y los marcos deben identificar las asimetrías e injusticias no justificadas, que minan el apoyo a las democracias

Las fake news son armas de destrucción masiva del diálogo democrático. Se trata de propaganda disfrazada de información, que deshumaniza a los objetivos publicitarios, a adversarios y disidentes. A todos considera combatientes. Y, como tales, los degrada en su condición humana, invalidándoles como sujetos autónomos en el plano comunicativo y político. Les niega la interlocución y derechos fundamentales. Quienes se reclaman soldados antifascistas olvidan que, en ese enfrentamiento, las desposeídas y los más débiles tienen todas las de perder. Igual que en los conflictos bélicos.

Cabe plantear, en cambio, una comunicación política no violenta. No estaría al servicio de las agendas y marcas personales de los emisores, sino de organizaciones y colectivos afines al público. Así que, en lugar de autopromocionarse, el comunicador debería enmarcar los acontecimientos de la actualidad en narrativas colectivas, lo más inclusivas posible. La tarea no equivale a la de un “cuentacuentos”. Más allá del storytelling, se impulsan acciones concretas y movilizaciones colectivas; debates y acuerdos específicos que promueven el cambio. Quien se demuestre incapaz o rechace participar, revelará su peligrosidad y/o inanidad como actor político.

Las agendas y los marcos deben identificar las asimetrías e injusticias no justificadas, que minan el apoyo a las democracias. Y, sobre todo, deberían avanzar medidas políticas contra la desigualdad. El reto reside en denunciar las condiciones objetivas de la ciudadanía y concretar cómo mejorarlas. La precarización laboral y económica, la consiguiente obturación de los proyectos de vida y la degradación del protagonismo público de las clases populares son los verdaderos motores de la involución democrática.

Los neo o post-fascismos instrumentalizan y rentabilizan el enfrentamiento populista en su vertiente más excluyente

La (ultra)derecha estigmatiza a un menor extranjero no acompañado como un (potencial) criminal y violador que le quita la pensión a tu abuela y las becas de FP a tus hijos. Será, por tanto objeto de sospecha y marginación. Se verá sujeto al acoso policial, el internamiento institucional o la devolución “en caliente”. Pero hablamos de un niño pobre, abocado a burlar fronteras y a sobrevivir en los márgenes. Negar la injusticia que sufre también invisibiliza las condiciones infames de los jóvenes españoles bajo el umbral de pobreza.

La negación de desigualdades compartidas e injustificadas (véase el PBI español) priva a adolescentes, migrantes y nacionales, el derecho humano a alimentarse, formarse y trabajar. Exime a las administraciones de mantener los servicios públicos que los garantizarían. Y, en el marco de las privatizaciones, convierte los derechos de la infancia en ámbitos de lucro privado. En consecuencia, en vez de desmentir las desquiciadas teorías ultra de la invasión sarracena y el reemplazo (racial, religioso y civilizatorio), debatamos cómo hacer efectivos los derechos humanos (que, por definición, no reconocen las fronteras) con políticas públicas concretas.

Desarmando ejércitos doctrinarios y guerrillas semióticas

Un abordaje ideológico, desarrollado en términos discursivos o sociolingüísticos, refuerza la estrategia destropopulista. Los populismos de (ultra)derecha –son los vasos comunicantes entre partidos conservadores clásicos y neofascistas; en España, resultan manifiestos– erigen verdades alternativas. Se basan en esencias identitarias que no soportan el contraste con la realidad. Presentarlas como inmutables e incuestionables y “combatirlas” con discursos polarizados nos instala en una guerra discursiva permanente. Situación que, a su vez, justifica medidas “excepcionales”; es decir, dictadas por quien decreta y manda en los estados de excepción.

Los neo o post-fascismos instrumentalizan y (de forma ineluctable) rentabilizan el enfrentamiento populista en su vertiente más excluyente. Suya es la industria de armamento discursivo: corporaciones multimedia y digitales, gabinetes de prensa y relaciones públicas, think tanks, instituciones educativas privadas, iglesias afines, etc. La (ultra)derecha también recluta más tropas mercenarias: publicistas y propagandistas disfrazados de expertos y periodistas; automatizados con bots desde cuentas falsas, viralizados con algoritmos “inteligentes”… Las víctimas colaterales, una vez más, son sobre todo, las clases populares. Ellas sufren el austericidio, el recorte de derechos civiles y la degradación institucional. El conflicto y la desafección son, así, inevitables.

No vivimos en “sociedades de la información y el conocimiento”, sino en la sociedad “datificada” “del desconocimiento”

Las autocracias estatales (véase China) aplican medidas represivas. Invisibilizan los conflictos con censura y sanciones penales o administrativas. Por su parte, los regímenes “iliberales” (véase Hungría) además secuestran la atención pública con conspiraciones ficticias que convocan la adhesión identitaria. En ambos casos, como en las democracias en crisis, la población está monitorizada digitalmente, mercantilizada y monetarizada. La industria de datos, extraídos de nuestras comunicaciones e interacciones digitales, nos desnudan ante las campañas de desinformación5.

En contra de lo que veníamos afirmando desde el siglo pasado, no vivimos en “sociedades de la información y el conocimiento”, sino en la sociedad “datificada”6 “del desconocimiento”7. La ignorancia, como en el patio escolar y en las relaciones humanas, nos hace más violentos. El matón de la escuela y de la política grita y golpea porque no sabe (o no quiere) hablar ni negociar.

La democracia desactiva el conflicto tornándolo no violento. Las democracias se asientan en una paz o consenso social que reconoce la desigualdad de recursos y de poder. Por tanto, no se niegan ni reprimen los enfrentamientos que genera esa asimetría. Al contrario, aspira a reconocerlos y gestionarlos con deliberación, urnas y políticas públicas en beneficio de mayorías sociales que las avalen. En cambio, los bonapartismos y los autoritarismos actuales, las dictaduras presentes o en ciernes se niegan a deliberar. Criminalizan la disidencia y la diferencia, desacatan los resultados electorales desfavorables.

Trump o Bolsonaro –Ayuso o Abascal en nuestro entorno– comparten responsabilidad con quienes les “blanquean”. Estos últimos confieren veracidad a sus infundios, legitiman y normalizan sus discursos de odio y prácticas autoritarias. Pero la (ultra)derecha también se beneficia de quienes supuestamente les “combaten”. Si los primeros vacían el espacio liberal-conservador, los segundos retroalimentan a los ultras con discursos que se reclaman antagónicos. Pero todos niegan legitimidad al adversario. No le reconocen como interlocutor y, menos aún, como cargo público elegido en las urnas.

En democracia, quien se arroga la portavocía y la representación populares se compromete a argumentar su postura. No le vale con el postureo. Y, además, acatará las mayorías resultantes, cuando respeten –claro está– los derechos básicos de las minorías. Quien no asuma esos compromisos debiera ser señalado como enemigo de la democracia. Y, en consecuencia, tratado como tal en la esfera pública. Esto se traduce en la práctica por dos vías: el compromiso de no co-gobernar nunca con estas fuerzas políticas y, dos, forzarlas a dialogar con ciertas premisas o ignorarles. La invisibilidad y la irrelevancia públicas son las guillotinas contemporáneas.

Frente al combate, más debate

La censura será siempre una última medida por los riesgos que comporta: paternalismo, autoritarismo, legitimar y victimizar al censurado, etc. Los peligros aumentan al aplicar la razón de Estado e intereses corporativos, cada vez más fusionados en EE.UU. y China8. La censura sería, como la violencia, el último recurso9. La apuesta y la propuesta democráticas consisten en exigir a todo vocero público que fundamente empíricamente y argumente racionalmente su posición. Al no hacerlo, se autoexcluye y revela como un actor nocivo por su mala fe y/o incompetencia.

El mayor reto de la comunicación política reside en presentar la realidad cotidiana desde una narrativa emancipatoria de la vida pública

De poco le valdrán, como dijimos, los postureos. Recurrirá al insulto o la descalificación del contrario. Se presentará como víctima excluida y censurada. A falta de propuestas, señalará las consabidas cabezas de turco. Les coaccionará simbólica y verbalmente para acallarlas y, cuando alcance el poder, reprimirlas. Pero en última instancia y como pretenden las alternativas de defensa noviolenta, el agresor se invalidará a sí mismo. Se verá deslegitimado y derrocado por su impostura y estéril brutalidad. Se ahorcará de forma incruenta con su propia lengua.

Como acabamos proponiendo, los discursos de odio y miedo no se desactivan con etiquetas ideológicas contrarias, sino con información de denuncia y críticas concretas. Se empieza señalando la trama de intereses que financia esos discursos, para desmontar la tramoya del espectáculo en el que se apoyan10. Pero, además, es preciso descartar problemas infundados, falsos culpables y soluciones basadas en la exclusión. Por si fuera poco, hay que infundir esperanza.

El mayor reto de la comunicación política reside en presentar la realidad cotidiana desde una narrativa emancipatoria (y, por ende, desmilitarizada) de la vida pública. El gran relato sobre la democracia nos anima a ocuparnos de una agenda con asuntos que reconocemos relevantes por dos motivos: el volumen de la población afectada y/o la gravedad de su situación. Para mejorar esas condiciones, las noticias deben enmarcarse identificando responsabilidades concretas que demandan soluciones políticas. Estas últimas, por definición, serán específicas y factibles. Debieran avalarse con criterios técnicos y plasmar los valores sociales imperantes.

La meta es proponer soluciones viables, avaladas por la experiencia y la práctica

La condena moral y el enconamiento, propios de las guerras culturales, están justificados, pero paralizan la deliberación y la práctica democráticas. Precisamente, ese es el botín que ansía la ultraderecha: presentar la democracia como inviable, ocupar sus instituciones (empezando por los medios de comunicación) y vaciarla de contenido con sectarismos absurdos e insostenibles. En esta batalla, a quien carece de palancas de (re)presión o censura solo le resta practicar una democracia comunicativa radical: abordar los retos sociales desde sus raíces, reclamar cambios estructurales y promoverlos como reformas que siempre son incrementales, exigiendo reciprocidad a los interlocutores y buscando el máximo consenso. Se argumentará que carecemos de foros donde hacerlo posible. Y responderemos, como arrancamos, que viabilizar medios públicos y plataformas ciudadanas con esos fines son prioridades máximas de los gobiernos y el tejido social transformador.

Identificar las agendas del poder y rechazarlas como propias serían apenas el punto de partida. Al hilo de la actualidad, cabe promover temas y asuntos que alienten relatos emancipatorios, que reverberen en las conversaciones personales y el debate social. Para materializarlos en políticas públicas se necesitan marcos discursivos que señalan causas y responsables concretos. La meta es proponer soluciones viables, avaladas por la experiencia y la práctica; siempre mejorables a la luz de las mismas.

Los relatos criminalizadores o conspirativos y las soluciones finales justifican las guerras. Estas mentiras, al perpetuarse como regímenes políticos, toman forma de dictadura. Aspiremos, pues, a dejar en evidencia (desnudos ante las evidencias y, por tanto, desarmados) a quienes avivan la guerra permanente: viven de ella.

*Víctor Sampedro Blanco es catedrático de Comunicación Política en la URJC, www.victorsampedro.com.

Notas:

1. Víctor Sampedro, 2021. Comunicación política digital en España, 2004-2019. Del “Pásalo” a Podemos y de Podemos a Vox. Barcelona: UOC Press.

2. Mariano Torcal, 2023. De votantes a hooligans. La polarización política en España. Madrid: La Catarata.

3. Íbid: “Lula acaba de destituir a todos los jefes de los medios públicos de Brasil. Así se combate el fascismo.”

4. Víctor Sampedro (en imprenta). Teorías de la comunicación y el poder. Opinión pública y pseudocracia.Madrid: Akal.

5. Víctor Sampedro, 2018. El cuarto poder en red. Por un periodismo (de código) libre. Barcelona: Icaria.

6. Ibídem: Sampedro, (en imprenta).

7. Daniel Innerarity, 2022. La sociedad del desconocimiento. Madrid: Galaxia Gutenberg.

8. Rolf, S., & Schindler, S. (2023). “The US–China rivalry and the emergence of state platform capitalism.” Environment and Planning A: Economy and Space.

9. Víctor Sampedro, 2023. “Cómo arreglar la Red sin fastidiarla más”, La Pluma, tercera época.

10. Víctor Sampedro, 02/03/2021. “La trama mediática de la alt-right española”, El Salto. Véanse también los artículos derivados del anterior elaborados por Marcos Muñoz.

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