Luis Armando González
En días recientes, en El Salvador y en Roma –lo mismo que en distintos lugares del mundo— se ha vivido una jornada memorable, densa en su significado humano y cristiano, con motivo de la canonización del arzobispo mártir de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, el pasado domingo 14 de octubre. Aunque se tiene que seguir reflexionando sobre la vida, la obra y el legado de San Romero, es imprescindible no quitar el dedo del renglón a cerca de los desafíos que se siguen, después del domingo 14, para la sociedad salvadoreña, en particular para quienes, cristianos y no cristianos, dicen sentirse interpelados por la vida, obra, martirio y legado del santo salvadoreño.
La gran interrogante es: ¿qué debería seguir para la sociedad salvadoreña –sus autoridades, su clase política, sus empresarios, sus campesinos, sus obreros, sus sectores medios, etc.— después de la canonización de Monseñor Romero? La palabra ‘debería’ está subrayada, pues creo que lo más interpelante e incluyente (y con potencialidades movilizadoras) del legado de San Romero (de su vida, obra y martirio) es de naturaleza moral: se trata de un conjunto de principios, valores, juicios y exigencias que tienen el carácter de imperativos que, en lo privado, obligan respetar la vida y la dignidad de todo ser humano, y en lo público obligan a comprometerse y trabajar por el bien común, la paz pública, la justicia y la igualdad.
Hay en San Romero tal densidad moral, tejida de valores y principios humanos universales, que basta con tener buena voluntad para sentir (más que saber) que no nos son ajenos y que, con independencia de nuestras creencias y conocimientos teóricos, podemos encontrar en ellos una orientación para ser mejores personas y mejores ciudadanos. Por ser esto así, deberíamos dejarnos interpelar por ese legado moral de San Romero, deberíamos apropiarnos de su núcleo –en sus implicaciones personales y ciudadanas— y deberíamos guiar nuestra conducta por ese valor fundamental sobre el que ese legado se construye: la defensa de la dignidad de los seres humanos.
Que debiéramos hacerlo no quiere decir que efectivamente lo hagamos, pero qué bien haría a nuestra convivencia el que nuestra conducta estuviera guiada por valores, creencias y principios que dignifiquen a los demás y sean más importantes que el consumismo, el éxito fácil, la ostentación y el sálvese quien pueda.
Entonces, una primera respuesta a la pregunta por lo que debería seguir después de la canonización de Monseñor Romero apunta a la moral pública y privada: apropiarse y hacer operativo, en la vida cotidiana, el ejemplo y legado moral de San Romero.
Una segunda respuesta apunta a lo legal, que también involucra un debería: se debería investigar a profundidad ese magnicidio y de deberían determinar las responsabilidades correspondientes, que van más allá del ex mayor Roberto d’Aubuisson, pues involucran no solo a las estructuras de los escuadrones de la muerte y los mandos militares cómplices de ellos, sino a las personas que, siendo parte de la élite económica de entonces, los financiaron. Esta investigación debería dar pie a otros procesos judiciales que esclarezcan la autoría y complicidades de crímenes de lesa humanidad que hoy por hoy duermen bajo la sombra de la impunidad. Este es un debería jurídico, es decir, un debería que va más allá del perdón y el olvido, pues supone sanciones penales y reparaciones materiales para las víctimas sobrevivientes, sus familias y sus comunidades, por parte de los responsables directos e indirectos. Aquí, al igual que en lo anotado respecto del debería moral, que haya un debería jurídico no quiere decir que efectivamente se lo haga cumplir; de hecho, buena parte de los males de nuestra sociedad residen en las deudas que el sistema de justicia –el responsable de hacer efectivo el deber jurídico (o sea, la normatividad jurídica)— tiene con víctimas de crímenes atroces sucedidos antes y durante la guerra civil.
Así las cosas, lo que debería seguir después de la canonización de Monseñor Romero es, por un lado, la apropiación y puesta en práctica de su legado moral; por otro, la investigación a fondo de su asesinato, de lo cual deberían seguirse otras investigaciones que restituyan a las víctimas del terror estatal y paramilitar su dignidad y su lugar en la historia precisamente como víctimas inocentes de una violencia política inhumana.
Si El Salvador se encarrilara por esos dos debería, no estaría lejos la meta de alcanzar un país distinto. Pero, siendo realistas, las señales inmediatas –esas que se ven todos los días— no permiten alimentar la ilusión de que en el corto plazo nos pondremos en esa dirección. Quizás lo haremos en un futuro lejano, pero no el presente, cuando la lógica del poder (político, económico, social, cultural) sigue imponiendo sus fueros sobre la lógica de lo humano.
Basta ver cómo la ansiedad política ha salido a relucir, principalmente y de manera evidente, en dos de los candidatos presidenciales –los dos como candidatos de partidos de derecha—, una vez que terminaron los actos con motivo de la canonización de Monseñor Romero. Uno de los puede imaginar “comiendo ansias” a la espera de que esos actos llegaran cuanto antes a su fin, para ir a lo que a todas luces para ellos –y para muchos de los que los siguen— es lo más importante: la conquista de esa cuota de poder político que se concentra en la Presidencia de la República.
La lógica del poder marca los ritmos y las inercias reales de El Salvador, que amenazan con atenazar o, peor aún, ahogar todo lo que el legado moral de San Romero puede aportar al necesario cambio cultural en el país. Dado el arraigo de esos ritmos e inercias, y dada la forma cómo sectores diversos e importantes de la vida nacional se someten a ellos, no queda más que ser pesimistas a cerca de las posibilidades de un cambio cultural y moral en el corto plazo y mediano plazo.
La canonización de Monseñor Romero fue una ventana moral que se abrió por unos días, pero –a juzgar por cómo seguirán las cosas en El Salvador después del 14 de octubre— se cerrará hasta nuevo aviso. El reinicio de la campaña electoral está poniendo de manifiesto, en algunos de los candidatos, unos deseos desmedidos por salir victoriosos, sin importar cómo lo logren, en la contienda electoral del otro año.
A la luz de las enseñanzas morales y políticas de Monseñor Romero nada más pernicioso para la salud de la nación que personas que ambicionan desmedidamente el poder. Pero lo suyo apunta a un deber ser moral; y nuestros políticos –unos más ansiosos que otros por el poder político— rigen su vida por la política real tal y como esta funciona en este país. ¿Puede la política real salvadoreña ser distinta a lo que es?; ¿puede ser más digna, moderada, prudente y razonable?; ¿puede ser menos caudillista y menos redentora?; ¿puede dejar de ser un espacio para el autoendiosamiento y las malacrianzas hedonistas?; ¿puede –en definitiva— convertirse en un instrumento para el bien público y el bienestar de la gente? Por supuesto que sí, y el Presidente Salvador Sánchez Cerén ha dado muestras de que eso es posible desde 2014; pero para que un nuevo estilo de hacer política permee a la mayoría de los políticos salvadoreños (y también a los empresarios, y también a los profesionales, y también a la gente del pueblo) estos deberían contagiarse –mental y afectivamente—, de ideales como los de Monseñor Romero.