Luis Armando González
El 23 de mayo fue un día verdaderamente extraordinario en El Salvador. Fue un día dedicado a Mons. Oscar Arnulfo Romero, levitra con motivo de su beatificación. No menos de 300 mil personas se volcaron a las calles para asistir a la ceremonia que no sólo tuvo un carácter eclesial, ed sino también cívico. Ahora más que nunca Mons. Romero es un referente de identidad imprescindible para este pueblo, tan necesitado de símbolos que lo dignifiquen y lo doten de valores humanizadores.
Al calor de los preparativos para el acto de beatificación (y el mismo día 23) en algunos ambientes críticos del país comenzó a surgir la inevitable pregunta por lo que seguiría después de la fiesta en la que Mons. Romero sería declarado beato. No en el proceso eclesial que llevará a su nombramiento como santo de la Iglesia, sino en el quehacer cotidiano de la sociedad salvadoreña y, más en concreto, en el quehacer de los ambientes de gobierno, mediáticos, académicos y empresariales.
La inquietud anterior tuvo su origen en un temor: el temor de que, después del 23 de mayo, muchos de quienes estaban celebrando la beatificación dieran vuelta a la página y se olvidaran del Mons. Romero real y lo redujeran a una caricatura hecha a la medida de sus intereses.
De aquí que una vez pasada la ceremonia del 23 sea pertinente preguntarse, de nuevo, por lo que sigue con Mons. Romero.
Y siguen infinidad de desafíos, siendo el más importante el de mantener vivo el legado pastoral y de fe de Mons. Romero.
Eso sí, reconocimiento que trata de un legado fraguado en un contexto histórico concreto, en el cual el mártir y beato Romero puso su voz al servicio de los sin voz para denunciar violencias (comenzando con la violencia estructural), abusos y exclusiones, pero también para anunciar la buena nueva de una mejor sociedad, justa y democrática.
En realidad, ese legado de Mons. Romero siempre ha tenido presencia en El Salvador, desde su asesinato el 24 de marzo de 1980. Comunidades religiosas en distintos lugares del país, la Fundación Romero y personas de buena voluntad no necesariamente religiosas han honrado permanentemente, desde aquel fatídico día, la memoria del Arzobispo mártir y beato. Gracias a su valentía, fe y compromiso, Mons. Romero siguió vivo en momentos en los cuales su nombre era motivo de escarnio y persecución.
No cabe duda de que estos buenos salvadoreños y salvadoreñas, y quienes siguen su ejemplo en las nuevas generaciones, seguirán fieles a la memoria de Mons. Romero; seguirán actualizándolo, sin perder de vista su carne histórica, sin diluir –en un espiritualismo etéreo—el sentido de su predicación. Sin perder nunca de vista, en fin, que a Mons. Romero lo asesinaron personas concretas que respondían a intereses económicos, políticos y militares, fuertemente cuestionados por él.
Entonces, luego del 23 de mayo seguirá la lucha –iniciada justo después de su asesinato— por un Mons. Romero encarnado, real, que sentía con la Iglesia (entendida como pueblo de Dios) y que optó preferencialmente por los pobres. Seguirá la lucha por un San Romero de América como pastor y mártir, tal como lo definió Don Pedro Casáldaliga, en su bello poema “San Romero de América, Pastor y Mártir Nuestro”:
El ángel del Señor anunció en la víspera…
El corazón de El Salvador marcaba 24 de marzo y de agonía.
El ángel del Señor anunció en la víspera, y el Verbo se hizo muerte,
otra vez, en tu muerte. Como se hace muerte, cada día,
en la carne desnuda de tu Pueblo.
Y se hizo vida nueva ¡en nuestra vieja Iglesia! Estamos
otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, pastor y
mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua Latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.
Como Jesús, por orden del Imperio. ¡Pobre pastor glorioso, abandonado por tus propios hermanos de báculo
y de Mesa…!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).
Tu pobrería sí te acompañaba, en
desespero fiel, pasto y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairos.
Los pobres te enseñaron a leer el
Evangelio.
Como un hermano herido por tanta muerte hermana, tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre
en combate.
¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!
Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo, con una sola mano
consagrada al servicio.
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini en la espuma aureola de sus mares, en el dosel airado de los Andes alertos, en la canción de todos
sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus
prisiones, de todas sus trincheras,
de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!
San Romero de América, pastor y
mártir nuestro: ¡nadie hará callar
tu última homilía!