JOSÉ ROBERTO RAMÍREZ
Escritor y poeta
Sus ojos estaban radiantes y para su pequeño mundo recién inventado todo era nuevo. Poseía para entonces en su rostro una linda sonrisa, cialis y no porque frente a ella tenía un inmenso pastel que festejaba sus primeros siete años de vida, viagra sale sino porque esa sonrisa era el producto del amor y protección incondicional que siempre había experimentado.
Casi treinta y seis años después, no rx sentada, mientras observa esa fotografía sonriente de su infancia… sonríe, y en la distancia que existe entre sus pupilas y las manos que la sostienen, se da cuenta que esa sonrisa aún está con ella, tan fresca, tan recién creada, como si tan solo tuviera siete años de existencia. Pero en medio de toda la compenetración y fijeza de su aguda pupila, experimenta una sensación ligera que le recorre todo su cuerpo. Parece que con sus manos no solo sostiene su foto antigua, sino una especie de espejo mágico, una ventana dimensional y sobrenatural. Fija la acuarela rupestre de su pupila en el rostro infantil de ella misma y es como si de repente –en fracciones de segundos-, una sórdida idea se apodera de ella. Es una visión o una mezcla improvisada de fantasía con silenciosa nostalgia, que gradualmente la embarga como lluvia inesperada en los inviernos lejanos de su infancia. Un fenómeno tan íntimo que sólo puede darse con la complicidad de uno mismo. Y así, de repente, inmersa en la mágica nostalgia del momento ella deja de distinguir quién es quién. Qué momento es el real. Quién verdaderamente es ella. Si el presente es ese lejano instante de ella misma frente al pastel; o si el presente es éste instante de sí misma, sentada, viendo la fotografía de ella misma frente al pastel cuando cumplió siete años.
Hay un silencio que en cantidad de tiempo no se puede medir. Probablemente sea corto o largo, ¡qué importa la cantidad y el silencio! Lo más importante es que resulta ser lo suficientemente adecuado para que retrospectivamente pueda intimar, para conversar consigo misma, para sincerarse; porque después de cuarenta y tres años hay tanto inventario que hacer, tanto que decir, que contarse…
Así es que sumergida en su propia fotografía, empieza a sentir en sus manos una diminuta presencia subcutánea, una sensación certera y tibia de que algo palpita, de que algo existe remotamente, y empuja con premura desde la oscuridad de sus huesos hasta la luz de su piel como si fueran sus mismas y pequeñas manos
–aquellas de siete años-, saliendo de la fotografía con la única intención de abrazarla y reencontrarse a sí misma. La sensación va aumentando hasta proporciones descomunales que ella se siente envuelta en una extraña, pero agradable impresión de presencia total, y por fin, siente la compañía de ella niña, con su peinado infantil y su pequeño vestido rosado manchado con residuos de pastel.
Recorrieron juntas cada uno de los años y todas las vivencias que las fueron -con una impensada lentitud- separando, y que de manera ligera en lo espiritual, las habían hecho tan diferente. Disolvieron juntas las discrepancias y todas aquellas controversias producidas en medio de juegos de niñas; confabularon y compartieron efervescentes secretos de adolescencia y bromearon sobre el peso, volumen y contenido del tiempo acumulado; sobre la incertidumbre que envuelve el futuro y por último, acordaron estar siempre juntas, como una sola, unidas para confrontar la vida con mayor fortaleza, determinación y esperanza.
Hoy, sentada y absorta, mientras observa la fotografía de su infancia, se da cuenta que no solo es la sonrisa de entonces la que sigue con ella, sino que también todos esos recuerdos, malos o buenos, convertidos a golpe seco de reloj en fuertes columnas que sostienen con solemnidad la arquitectura exacta de sus días…
Descubriendo, como verdad íntima, que la irrefutable edad no es solo el tiempo vivido, sino sencillamente todo lo que podemos recordar…