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Día del trabajador (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

El primer libro de Marx que leí el 30 de marzo de 1979, fue “El Manifiesto del Partido Comunista”, y al finalizar la lectura -como a las dos de la madrugada-, supe que sería marxista. En ese entonces, los libros de Marx eran “livres maudits et interdits”, así fueron declarados por la dictadura militar, por ello debían ser leídos en la clandestinidad. Me prestaron el libro por un día, por lo que, poseído por el demonio del amor colectivo y por las ideas revolucionarias, me puse a transcribirlo en un viejo cuaderno que me gritó que debía estudiar sociología. Cuarenta años después, siendo fiel a ese marxismo leído de la propia fuente y no de manuales panfletarios, he llegado a la conclusión de que debemos emprender el camino hacia la utopía de forma distinta, con otra brújula y con otros zapatos. 

En esta coyuntura que abrirá una nueva fase en la historia del país, a partir de junio (cuyos resultados no sabemos aún), todos los sectores tenemos las mismas preguntas aunque expresadas con palabras diferentes, tales como: ¿los derechos y reivindicación salarial de los trabajadores seguirán siendo una labor de los sociólogos forenses?, ¿los sueños de los trabajadores seguirán siendo un tema de ciencia ficción?, ¿el día del trabajador solo servirá para llenar con más olvidos la memoria de los platos vacíos, que siguen viajando entre el pasado y el presente sin saber dónde queda uno y otro?, ¿los valores y principios revolucionarios del sindicalismo seguirán siendo una pieza de museo, tal como lo son en muchos sindicatos y organizaciones que se han corrompido o han sido cooptadas? Es más, estoy convencido de que la pregunta ¿los derechos y reivindicación salarial de los trabajadores seguirán siendo una labor de sociólogos forenses?, sería la más actual de todas las preguntas elementales, independientemente del gobierno de turno, y eso nos indica que muy poco se ha hecho por mejorar significativamente las condiciones de vida de los trabajadores, pues siguen siendo juzgados por el implacable dios del salario mínimo y medidos por un reloj.

Junto a las rojas consignas que en las marchas del 1 de Mayo, recuerdan tiempos de lucha: la flagrante desilusión política y la eterna crisis de los salvadoreños, cuya solución no se espera ver, solo se anuncia, sobre todo en estos tiempos en los que, más que nunca, los derechos y la dignidad son ahogados por el maremoto del neoliberalismo y sus tecnócratas flatulentos más arcaicos (que reptan en todos lados), que se arman con relojes marcadores biométricos parecidos a los retratos de Picasso (lo que es denigrantemente efectivo en las maquilas), inaugurando así la esclavitud posmoderna que descuenta del salario las “llegadas tarde” y no paga el trabajo extra, porque de lo que se trata es de explotar y someter, dos condiciones que no son las propicias para formar la mística de trabajo y mejorar la productividad social y atención en el sector público, pongamos por emblemático caso. De esa forma, el neoliberalismo castiga el trabajo realizado con mística en lo público (porque así debe ser para que el sector funcione y se fortalezca), así como la dignidad de los trabajadores del sector privado -más retrógrado y obtuso- poniéndoles grilletes tecnológicos, con lo cual se tiran al mar, por inservibles para el capital perruno, las cruentas conquistas obreras que proféticamente iniciaron su largo peregrinar, a finales del siglo XIX, en el ícono del poder capitalista.

Como un ventarrón salvaje que levantaría hasta el cielo la conciencia de clase, todo inició en Chicago, la Ciudad de los Vientos, el 1 de mayo de 1886, cuando una huelga obrera paralizó la digestión de esa y otras ciudades. Las exigencias laborales básicamente eran dos, pero valían por muchas: jornada de trabajo de ocho horas y derecho a la organización sindical. Claro que esa huelga tuvo su precio en sangre con los mártires de Chicago: cinco dirigentes obreros (Engel, Fischer, Parsons y Spies) fueron sentenciados a muerte (la horca) en un juicio amañado (junio de 1886), que años después, se convirtió en la vergüenza jurídica “Monday Night Conspiracy”. El quinto de los sentenciados a muerte, Louis Lingg, se suicidó en su celda. Ahora bien ¿cuántos de los trabajadores que marchan el 1 de mayo conocen esa historia, que se convirtió en el hecho fundacional del sindicalismo y de los valores del sindicalismo? ¿Es importante que la conozcan?

En 2019 -habiendo acumulado centenas de procesos electorales en los que se prometía lo mismo, pero con la patética intención de no cumplir nada-, es evidente que la inmensa mayoría de los trabajadores siguen juntando el hambre atroz con el comedor baldío; siguen juntando las necesidades básicas con las boletas de empeño que ladran por la noche; siguen encarcelados en almacenes y oficinas ultramodernas que comen sueños y años de vida; siguen ejercitando el trabajo forzado en maquilas, supermercados, call centers y fábricas que disimulan, muy bien, la mugre de sus trabajadores con el sentimiento de culpa de Dickens. Sin embargo, para la mayoría de los trabajadores, del campo y la ciudad, el trabajo es un verdugo a cuenta gotas y ellos son tratados como comida chatarra -con el aval de los políticos, claro está-.

Seguramente el lector pensará que lo anterior es una exageración, pero no es así. Veamos un par de casos aleccionadores: para que un empleado con salario mínimo ($300) obtenga el ingreso mensual de un diputado de la llanura (muchos de los cuales no tienen instrucción notoria ni diccionario a la mano), debe trabajar, por lo menos, dos años sin que le hagan descuentos; para que obtenga el ingreso mensual de un gran empresario salvadoreño, ese empleado debe trabajar unos quinientos años; y para hacer más global y patético el caso, digamos que para que ese empleado tenga el ingreso mensual del hombre más rico del mundo, debe trabajar más de veinticinco mil años, sin cerrar al mediodía ni los días feriados. Tanta desigualdad humana es simplemente inimaginable, por eso no impacta en la conciencia de clase de los trabajadores; por eso no pueden dimensionar su pobreza absoluta y relativa y, desde ella, luchar por remediarla aunque sea en una centésima parte. Definitivamente, las condiciones de vida y laborales de los trabajadores parecen la continuación de la época de la revolución industrial del siglo XIX, pero en una escala bestial y desconcertante. Los pobres del país, al igual que los pobres del mundo, siguen siendo lo mismo: mano de obra barata.

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