René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
La situación del sindicalismo en el país es preocupante, tanto por el talante de muchos sindicatos y líderes que han sido corrompidos o han abrazado, de buena gana, la ideología pequeñoburguesa, como por el peso lapidario que tiene el látigo del desempleo en el exiguo tamaño de su membresía y sobre todo, en su identidad de clase. La densidad sindical (relación porcentual entre los trabajadores sindicalizados y el universo de la población ocupada), es un indicador que se puede usar para medir esa situación, indicador que en Argentina es un 42 %, mientras que en El Salvador es apenas un 7 %. A eso le podemos agregar la llamada “cobertura de negociación de los contratos colectivos”, la que –según datos de la OIT- es de un 90 % en Uruguay, de un 81 % en Cuba, de un 60 % en Argentina y en el caso de El Salvador está por debajo del 7 %. En muchas empresas, si un trabajador dice “sindicato”, de inmediato engrosa las largas filas del desempleo de brazos cruzados o se asila en las anchas aceras de las ventas ambulantes, en las que se pregonan productos fabricados en empresas donde también se prohíbe el sindicalismo y se trata a los trabajadores como esclavos.
Desde 1886 (o sea desde hace ciento treinta y tres años) la jornada laboral es de ocho horas diarias (y en muchos trabajos es aún mayor), no obstante los notables avances tecnológicos de los últimos treinta años que supondrían una rebaja de la misma, pues el sentido común dicta que para eso deberían servir máquinas más eficientes; desde 1900 se han firmado unos doscientos convenios internacionales y se han realizado más de cien congresos mundiales del trabajo, que han buscado regular, al menos en el papel, las relaciones y prestaciones laborales en el mundo, de los cuales nuestro país no ha ratificado ni diez, porque el interés de los grandes empresarios -y los políticos a su servicio- siempre ha sido garantizar y legitimar la impunidad empresarial, contra los trabajadores y el medio ambiente. Y es que la frase: “derechos del trabajador” espanta al empresario malsano, a los políticos del alpiste, a los abogados de la basura orgánica, a los pregoneros del mínimum vital, a los caballeros templarios del capital, a los promotores de los tratados de libre despido, a los predicadores del látigo aquí en la tierra, a los historiantes de la mascarada burguesa y defensores de la jornada laboral sin vacaciones. Lo anterior explica por qué la riqueza sigue siendo: un bunker impenetrable; la más feroz de las privatizaciones; la expresión más inhumana de desigualdad; un monopolio pétreo peor que hace cien años. Mientras eso sucede, en las calles y los parques públicos, miles de trabajadores se venden como mercancía y están dispuestos a aceptar el más infame de los precios, lo cual no tiene buenos resultados ni en lo personal ni en lo colectivo, porque hace que el salario se mantenga bajo; porque muchos aceptan trabajar doce horas por la mitad del salario; y porque no alzaron sus puños para frenar la desregulación laboral, que incluye la vulneración de los códigos de trabajo y contratos colectivos, con lo cual se reduce el margen de maniobra sindical. En el basurero de la modernidad y sus juzgados de lo laboral pernoctan –junto al libro de Tomás Moro- las reivindicaciones logradas con tanta sangre y asoleadas.
En las maquilas (que funcionan como parteras del sudor impago) se exprime a las mujeres como naranjas y para terminar de joder, esos sitios se proliferan como zancudos en el pantano de la sumisión incondicional al sistema; el sector informal de la economía –desempleo con ingresos- es más grande que el vecindario del cielo, y la cobija de la seguridad social no alcanza para cubrir a quienes lo habitan. Por designio divino, el mercado es el dios implacable que castiga a los buenos y le da más a los que tienen más, eso lo saben los organismos financieros internacionales y los trabajadores del mundo. El desempleo es el infierno aquí en la tierra y sus llamas se alimentan con la carne, la agonía, el tronar de dedos y el miedo colectivo, porque nadie está a salvo de ser condenado a sufrirlo. En ese sentido, no es un absurdo afirmar que el miedo al desempleo –y no a la violencia social o a la corrupción- es el mayor de todos los miedos. Por las mañanas, miles de trabajadores desayunan miedo sin azúcar, y por las noches lo cenan sin pan francés, luego tienen pesadillas con él, no con ser asaltados en el bus o en la calle, ni con que un político de poca monta se robe el dinero del pueblo o se haga cirugía plástica, para tapar las arrugas de la perversión.
Como comparación patética (pensando en los cruentos años de las dictaduras militares) podemos decir que los desempleados de ahora son los muertos en la guerra diaria por la vida. Los muertos que sudan hambre en los parques y aceras; los muertos que buscan sus esquelas mortuorias en los anuncios clasificados, con la ilusión de revertirlas; los muertos a quienes les enfloran las tumbas con promesas en los procesos electorales; los muertos que iluminan la noche de las ciudades con sus lágrimas de impotencia; los muertos que le dan sabor a la fruta ajena; los muertos que no tienen quién les escriba; los muertos que beben café en las aceras del Palacio Nacional, para espantar la soledad y la melancolía del último salario recibido.
Respondiendo en el corto plazo a las exigencias de una realidad en crisis y a la urgencia de construir “otro El Salvador”, el sindicalismo debe resurgir como sujeto de nuevo tipo, retomar los principios con los que surgió, saber cómo resistir de forma creativa y luchar de forma combativa contra los ataques cotidianos del neoliberalismo, sin corromperse en el camino. En mi opinión, la recomposición sindical debe ser un proceso organizativo y ante todo, político-ideológico para ser parte de los cambios que se están dando, dentro de los cuales puedo señalar los siguientes: vincular los espacios de actuación para que, por ejemplo, la fábrica y la comunidad sean una sola territorialidad política; articularse a las organizaciones sociales para construir el movimiento social; radicalizar sus luchas, tanto en lo organizativo como en la acción de calle después de recuperar su autonomía y de definir con claridad quiénes son los enemigos, para no ser manipulados por ningún partido político.