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El día de los muertos

Javier Alvarenga
Fotografo y periodista

La 17 Av. Sur de San Salvador rejuvenece cada uno y dos de noviembre, la calle asfaltada y las opacas paredes grises, se uniforman de hermosas flores de papel, los colores brillan sobre el cielo oscuro, disfrazado en nubarrones de lluvia, el firmamento, casi siempre humedece la seca tierra, en ese caótico, pero hermoso día, en el que se festejan los muertos,
Los españoles conquistadores, se aterraron ante tal tradición, pero aun con el paso del tiempo, y la férrea resistencia, los muertos aún guardan su día especial, en la que, la cosmovisión Mesoamericana manifestaba, que los difuntos volvían a los panteones, para reunirse en una forma espiritual con sus seres queridos.
El Cementerio Los Ilustres abre sus puertas para todos, las aceras se cargan de transeúntes, los violines y violonchelos se desgarran con sus melodías, los cantores alzan su voz, entonan al recuerdo, el arte arquitectónico reposa en silencio sobre los personajes de nuestra historia nacional, como bien decían, los juglares guatemaltecos en su tradición oral, «La muerte es justa y sin distinción»
Ya que, sobre la misma tierra, habitan y reposan, los cuerpos, de que algún día, en vida fueron eternos enemigos ideológicos; los que lucharon por la libertad, como los que pelearon por la esclavitud, todo visto, desde el lugar, en que les tocó en la tierra cuscatleca.
Las veredas conectan, las unas con las otras, ahí mismo se encuentra la pared, en la que fue fusilado Martí y Zapata, ahí mismo se esconde Salarrue entre las edificaciones, para seguir observando, la tradición de nuestros pobladores; los caminos siguen su curso, la calle nos lleva al cementerio General, en el que reposan, los que vivieron en el anonimato de una historia nacional.
Pero si tienen entre sus vivos, buenos sonetos que contar, entre los caminos sin veredas, un anciano de paso lento, se esfuerza por llegar a la pequeña tumba descolorida de su papá, unas letras borrosas con su nombre, «Siempre lo vengó a visitar; no hay año que no lo haga, desde que esta, él, acá» expresa al mismo momento que limpia el sudor de sus oxidados anteojos.
Comprendo, ante tal visión, que para, él anciano cada segundo de empeño, para llegar a decorar, con las flores naturales compradas en el Mercado San Miguelito, representan el orgullo y el agradecimiento a un padre, que fue bueno en vida.
Los mariachis resuenan entre la brisa fresca que envuelve el cementerio, los de acá conviven con los de haya, los retratos aparecen entre las cruces del cemento, los gustos personales, la comida favorita, unas jaibas hervidas, él difunto más refinado bebiendo su copa de vino tinto, otro con su cerveza oscura tradicional, con la mirada brillante expectante de los «bolitos» que atestiguan las diversas escenas.
Ese día, muchos ríen entre recuerdos, otros humedecen sus mejías en llanto, otros llegan a abrazar a sus esposos, como la anciana de piel canela y agrietada, que en el silencio reposa con su mirada perdida en el horizonte.
Los vendedores ofrecen sus productos, hojuelas, limpieza de tumbas, cruces, nombres, apellidos grabados en placas de cemento, el colorido es para y por los difuntos, la tarde cae de improvisó, muchos vuelven a su vida cotidiana, el paisaje queda pintado de colores, la fiesta termina, el aroma a Ciprés dura unos cuantos días, los muertos agradecen, no haber sido olvidados en el susurró del viento que rompe en los retazos de papel que cuelgan sobre las tumbas.
Lo único seguro en esta vida, es que algún día, nosotros estaremos ahí, siendo los homenajeados por la tradición.

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