José M. Tojeira
El ejercicio de la crítica es siempre positivo si se mantiene dentro de los límites de la racionalidad y abierto al diálogo. Racionalidad y diálogo son los dos elementos básicos de cualquier debate civilizado. Solo desde esos presupuestos la crítica produce democracia, convivencia y confianza ciudadana. El insulto, la descalificación total y agresiva del que piensa diferente solo conduce a la tensión, al fanatismo y a la destrucción de relaciones humanas indispensables para una vida social pacífica. Muchos de los traumas de nuestros jóvenes provienen con demasiada frecuencia de la convivencia con padres autoritarios, que solo mandan y son incapaces de dialogar con sus hijos. La confrontación social también produce traumas y algo todavía peor: modos y actitudes violentas de relacionarse e incapacidad de proponerse fines comunes.
Lo que nos parece obvio en la relación interpersonal no nos resulta tan evidente en política. Tenemos en ese campo a un buen número de personas que piensan que el tener poder es más que suficiente para ejercerlo, burlando incluso normas y procedimientos éticos establecidos. En nuestra historia política hay numerosos ejemplos de autoritarismo que casi siempre desembocaron en confrontación violenta con quienes pensaban distinto. Y que contribuyeron a crear una cultura despectiva del débil, machista y agresiva, muchas veces hipócritamente disfrazada con frases moralistas. Hoy tenemos que lamentar, una vez más, el flagelo del autoritarismo. En todos los informes de Derechos Humanos de El Salvador sobre el año 2020, se denuncian violaciones a la libertad, a la integridad personal, a la seguridad y al derecho ciudadano a la información pública. El origen de estas violaciones, más allá de una cultura autoritaria presente en muchas de las personas que detentan algún grado de autoridad, se ha reforzado, desde la presidencia del poder ejecutivo y sus entusiastas seguidores, que con tanta facilidad utilizan un lenguaje agresivo y con frecuencia calumnioso.
El procedimiento ilegal y autoritario de destitución tanto de la Sala de lo Constitucional como del Fiscal General ha creado una grave crisis de institucionalidad en el país. La negación al diálogo fue evidente en la decisión de la Asamblea, pues no se permitió un debate sobre el tema. Y además de dañar las posibilidades de diálogo entre salvadoreños, se dañaron también las relaciones internacionales, tanto con las instituciones con las que El Salvador ha firmado convenios que le obligan a respetar los Derechos Humanos, como con países que apoyan la democracia. Llamar limpieza de la casa a procedimientos arbitrarios y autoritarios se acerca demasiado al lenguaje de limpieza social, tantas veces condenado por dar origen a graves violaciones de Derechos Humanos. Un país como El Salvador, que necesita verse a sí mismo como un proyecto de realización común para enfrentar sus graves problemas socioeconómicos, no puede prescindir ni del diálogo ni del control institucional y ciudadano. Intentar la vía autoritaria, tratar de suprimir toda crítica, marginar e incluso insultar a quienes desde la buena voluntad o desde la misma legalidad piensan u opinan distinto, no conduce ni a la democracia ni a la convivencia amistosa y confiada, indispensable para el desarrollo. Justificar el autoritarismo con elecciones en las que se cosecha una votación masiva conduce a una soberbia del poder que suele terminar siempre de forma trágica. La moderación y la racionalidad han sido siempre los principios que han conducido al desarrollo solidario tanto en el campo cultural y social como en el económico.
Si algo puede y debe exigir la ciudadanía, es que se la escuche y se le responda no desde el insulto sino desde la racionalidad y la capacidad de entenderse de las personas de bien. Aunque la soberbia del momento actual haya taponado los oídos del poder, persistir y resistir en el intento de ser escuchados es lo mejor que la ciudadanía puede hacer tanto en favor de El Salvador como, incluso, de los miembros de Nuevas Ideas.