Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Cierro los ojos y ahí está: la sala antiquísima de la Niña María Guillén. Una estancia pequeña, check como su casa de cuento de hadas, try con sus pascuas, view crotos y rosales. Unos perros muertos de sueño y los muebles de mimbre. Un gran sofá y dos mecedoras. Todo bajo la mirada severa de su padre, en daguerrotipo, y la de su madre, una dulce mujer, cual virgen con los ojos perdidos en el cielo. Grandes retratos de marcos ovalados y vidrios convexos, que siempre me atrajeron de forma enfermiza. Y luego la fotografía añeja de su hijo, el día de su graduación como maestro normalista.
Entramos a ese lugar mágico, donde nos recibe sonriente la Niña María, y luego mi abuela, quien vive con ella, desde hace muchos años. Mi abuelita de recia personalidad y carácter. Mi madre, me dice que me siente, qué cuidado vaya más allá de unas misteriosas puertas.
Ellas beben café. Yo, limonada, a esa edad nadie me deja probar café, “es malo para los niños”, aseguran. De pronto, la Niña María se excusa y enciende la radio, es la novela –infaltable- a las cuatro de la tarde. Se escucha la voz pastosa de un narrador, que nos guía, por las intimidades de un alcoba matrimonial, donde una pareja discute. Ella dice: – ¡No, Leonardo, no me pidas eso! Él contesta: -¡Sí, Isabel, un hijo! ¡Un hijo nos uniría nuevamente! Mi madre me dice que vaya a jugar a los jardines. Sin embargo, desde allá, los diálogos continúan, exaltados, por una música que cambia continuamente imprimiendo suspenso a la historia. Eran definitivamente días de radio. Aunque la televisión ya seducía, la radio era el medio por excelencia.
Décadas después, cuando en el cine, disfruté “Días de Radio” de Woody Allen, recordé -como ahora- esos días en casa de la Niña María, con las mujeres pegadas al gran aparato tubular, de color café y crema, que transmitía por la magia de las ondas hertzianas toda clase de programas y naturalmente, las radionovelas.
También en nuestra casa se escuchaba mucha radio. Mi hermano, los programas juveniles en la incipiente emisora de la muchachada. Yo, por supuesto, que los cuentos de Radio Nacional, y los programas cómicos, de ese humor blanco, que tanto acostumbramos en el pasado país, muy poco vinculado ya, con la vulgaridad y grosería que pululan en las actuales estaciones nacionales. Recuerdo a los comediantes que escuchábamos con mi madre: “Aniceto Porsisoca y su compadre”, el “Chele Ávila”, la divertida “Crisantemina Siempre Viva Ipecajuana”, “Pánfilo Apurascachas y doña Terésfora”; y desde luego, a Guillermo “Albertico” Hernández, famosísimo cómico, quien muriera trágicamente en 1971. Su nombre artístico provenía de “Albertico Limonta”, el personaje que interpretó en la obra radiofónica “El derecho de nacer”. Quien no muere de risa al traer a la memoria las aventuras de “el más animala de todos los detectives”: el Súper Agente Secreto “Limpiaos Tutuy”, un genial héroe creado -como todos los demás: villanos y heroínas- por la increíble imaginación de Albertico, frente a los micrófonos de “La Poderosa” YSKL. Mi padre, escuchaba Radio Moscú, Radio El Mundo y Radio Clásica. Lo veo claramente, los sábados por la noche, leyendo, con esos fondos musicales tan memorables.
Por todo ello, llegar a la radio fue para mí siempre una familiar satisfacción: Radio Farabundo Martí, con la Revista Cultural “Nuestra Guanaxia”; luego la sección de entrevistas en “Flor y Canto” de YSUCA; y desde hace años ya, “En Voz Alta” en Radio Clásica.
La radio tiene un potencial enorme, como un gran instrumento de cultura, educación y entretenimiento. Le aguardan aún, muchas horas de intensa felicidad. Que así sea.
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