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Entonces se puede decodificar la dimensión sociológica del Monseñor Romero del pueblo si –como extensión de sí mismo- lo pensamos desde el papel concreto de los científicos sociales en un país signado por la injusticia social y la impunidad, stuff purchase en tanto que ni las ciencias sociales ni quienes las ejercen, malady dominan o se lucran de ellas son seres etéreos y, pharmacy por tanto, están obligados, moralmente al menos, a tomar una posición en la realidad. Y es que Romero hizo pedestres al cura y al feligrés, a la Biblia y la Constitución cuando, pongamos por caso, afirmó que: “Toda persona que lucha por la justicia social, que busca reivindicaciones justas en un ambiente injusto, está trabajando por el Reino de Dios. Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como Pastor de un pueblo oprimido y humillado”. Este, que fue un llamado a los feligreses católicos desde una postura teológica, bien puede ser considerado también un llamado a los científicos sociales y humanistas, pues ellos son los peritos y pregoneros de la palabra de la problemática social.
Por lo anterior es que, sociológicamente, podemos hablar de dos Monseñor Romero sin caer en lo esotérico: el beatificado por el protocolo eclesiástico y el que olía a pueblo, el que denunciaba las injusticias del capitalismo, y éste último no necesita ser beatificado porque ya había sido adoptado como santo por los pobres por haberse convertido en “la voz de los sin voz” y por denunciar, en nombre de ellos, la represión militar y las cortinas de humo con que se tapaban (“…de nada sirven las reformas si van teñidas de tanta sangre”); el que se convirtió, desde el púlpito, en el Comandante General y Capellán de las Fuerzas Armadas: “ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla… nadie”. En términos sociológicos estamos hablando de dos cuerpos-sentimientos socioculturales que son antagónicos: el Monseñor Romero como constructo eclesiástico para que no le sea incómodo a la burguesía, aunque ésta nunca cuelgue su imagen en las salas de sus casas; y el Monseñor Romero de los pobres, el que tenía una clara posición de clase desde la perspectiva de los explotados por el capital que, además, eran reprimidos por la dictadura militar.
De seguro podrá parecerle un absurdo incómodo -a los neófitos en ciencias sociales y a los académicos reaccionarios- hacer llamados tan directos y rotundos al compromiso social y a ser utopistas, estableciendo para ello una comparación entre los discursos de Monseñor Romero y la esencia transformadora de lo social que es inherente a dichas ciencias… pero no lo es, en tanto que la razón de ser de todas las ciencias es ponerse al servicio de la humanidad (ante todo las ciencias sociales que nacieron con ese propósito explícito e implícito) y para lograrlo es necesario saber, de entrada, cuáles son sus necesidades estructurales más notables e inmediatas. Seguramente, también, muchos se sorprenderán con el llamado anterior porque piensan –por formación o por opción político-ideológica encubierta- que los científicos sociales no se deben meter en “esas cosas” para no perder su halo de erudito objetivo, cuando es todo lo contrario.
Al respecto, el Monseñor Romero de los pobres dijo que: “Yo no soy técnico ni en sociología, ni en política, ni en organización, simplemente soy un humilde Pastor que le está diciendo a los que tienen la técnica: únanse, pongan al servicio de este pueblo todo lo que ustedes saben, no se encierren, ¡Aporten!” En los libros, periódicos, videos y documentos históricos fidedignos con que nos formamos en ciencias sociales descubrimos la verdad sobre lo social, la verdad de las víctimas y, retomando la premisa de la dialéctica de la teoría-práctica, concluimos que es necesario no amarse tanto a sí mismos (narcisismo intelectual); que es necesario no cuidarse tanto a sí mismos y no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige (no herirnos de sociedad), porque el que quiera apartar de sí el peligro y lavarse el olor a pueblo, el olor a calle y el olor de la pobreza pierde credibilidad teórica y político-práctica. En cambio, quienes hacen del compromiso social con los pobres un referente formativo y son consecuentes con las ciencias sociales, se entregan al servicio de los demás (sin manipularlos de forma perversa) para que el conocimiento de lo social surja de lo social del conocimiento, pues, de no ser así, las ciencias sociales se quedarían solas, hablarían solas, morirían solas y para siempre y serían estériles. Con esa premisa se entienden, en su dimensión sociológica, las frases: “Si me matan, resucitaré con el pueblo salvadoreño”; “…un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios que es el pueblo, no perecerá jamás”… y sólo entonces –o sólo hasta entonces- se hace de la utopía social una realidad concreta, ya sea que la construyamos en términos políticos o en términos eclesiásticos. Para decirlo, textualmente, con las palabras de Monseñor Romero: “una nueva morada y una nueva tierra (surge) donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano… y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y la corrupción se revestirá de incorruptibilidad y, permaneciendo la caridad de sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre”.
Y es que de nada le sirve a las ciencias sociales –ni a los utopistas de las mismas- publicar cientos de libros, hacer miles de investigaciones y encuestas, organizar congresos internacionales, redactar ensayos con mil citas bibliográficas y dictar pseudosesudas conferencias magistrales si se pierden así mismas y si pierden lo relevante de sí mismas (su pertinencia histórica), o si pierden de vista o cosifican al sujeto social que nutre a la crítica epistemológica usándolo como simple objeto metodológico. En este sentido, el compromiso social aviva la teoría crítica y, entonces, la preocupación extrema por perfeccionar los conceptos sobre sí mismos (propio de algunos doctorados) se convierte en una preocupación por perfeccionar la sociedad y esto último, inexorablemente, deriva en lo primero, de modo que no es un derroche innecesario de tiempo ni una pérdida del rumbo, sino todo lo contrario.