Oscar A. Fernández O.
Implantamos una espiral de violencias y contra-violencias sin precedente. Somos parte de un aumento de actos de intolerancia, illness corrupción, pharmacy marginación y discriminación. Somos piezas de la globalización de la violencia. Presenciamos modelos y estilos violentos de convivir, cure gobernar y educar. Modelos y estilos que se caracterizan por la vigilancia para el castigo y la intolerancia que lleva a la confrontación. Patrones y estilos donde las decisiones se toman sin la participación de aquellos sectores siempre-presos de la exclusión. Tipos y estilos cuyos motivos son el individualismo, la competitividad y el lucro desmedido. Modelos y estilos que, ciertamente, nos han lucrado de crímenes.
En una perspectiva más amplia, a la base de la estructura del agravamiento del conflicto social y el crimen se encuentra, como lo hemos demostrado en varias ocasiones, la imposición de un modelo que reduce las obligaciones del Estado ante la sociedad e incrementa la segregación entre los seres humanos.
Se ha comprobado que las tasas de criminalidad son más elevadas en las sociedades donde la riqueza es concentrada y donde existen sentimientos de privación y frustración en las mayorías, a lo que se puede agregar la falta de planificación y ordenamiento en la creación de asentamientos humanos, la pérdida de la autonomía alimentaria, la cultura del consumismo brutal, la fragmentación familiar, la pérdida de futuro, de los valores positivos y la ética social.
La globalización de la violencia es un fenómeno que presenciamos, en sociedades ricas como en sociedades pobres, en sociedades con tradición antimilitarista como en sociedades con tradición bélica, en las relaciones interpersonales como en las relaciones con la naturaleza, en generaciones jóvenes y adultas como en generaciones ancianas y niñas. Según Jorge Werthein (1997), representante de la UNESCO en Brasil, la violencia en sus variadas manifestaciones se perfila como un síndrome de nuestra nueva sociedad moderna excluyente. Un estudio realizado por varios organismos adscritos a las Naciones Unidas, apunta a Latinoamérica y el Caribe como una de las regiones más violentas. En países occidentales civilizados y pacíficos, la creciente violencia es igualmente alarmante (Werthein, 1997; Herrera, 1991). En muchos países, la violencia ha llegado a niveles insólitos e insospechados; las masacres con lujo de barbarie están a la orden del día, las balaceras protagonizadas por muchachos, en escuelas y universidades de clase media en Estados Unidos y en Europa, son breves muestras de ello.
Irónicamente, en muchos países la violencia ocurre con mayor frecuencia en contextos domésticos e intrafamiliares. Se observa también, una creciente y preocupante tendencia de comportamiento agresivo en las mujeres, quiénes han comenzado a emular – desde edad temprana – los modelos masculinos patriarcales. Más aún, la alta incidencia y reincidencia de menores en la actividad criminal es alarmante y lamentable.
El problema es como manejamos el conflicto, un componente infaltable en las relaciones sociales. El conflicto es también inherente a la paz. Una política y práctica educativa explícita de “paz conflictual” es por ende, esencial para contrarrestar nuestra heredad bélica. El que las partes en un conflicto – sea éste de naturaleza política, cultural, económica, social o interpersonal – puedan “sentarse a la misma mesa”, requiere la creación de relaciones de confianza y de procesos de mediación, consenso y reconciliación. Estos procesos parten de la premisa de que la manera más eficaz para resolver los conflictos entre “enemigos”, “adversarios” o “antagonistas”, es promover su cooperación para el logro de una meta de mutuo beneficio. También se fundamenta en el propiciar las posibilidades de poder que radican en la sociedad civil y el Estado.
La forma más idónea de aproximarse a los conflictos en todo contexto, sin embargo, no es mediante vías y fuerzas bélicas – sino a través de su resolución constructiva y creativa. Aproximación por los bordes de la conflictividad que no destruye, sino que problematiza y desafía. Acercamiento que recalca lo que no es, ni debe convertirse jamás, la resolución de conflictos: Una receta de paz a cualquier precio, en la cual los poderosos “establecen la paz” sobre los “sin-poder”; o un acto de coerción para “mantener la paz” (Bejerano, 1995; Prutzman, 1990; McCollough, 1991).
Deberemos acercarnos al conflicto como parte natural de nuestra vida. Como algo inevitable que dice presente y ocupa de manera constante todo nivel de nuestra cotidianidad – personal, interpersonal, intra-grupal o internacional. Será necesario pues re-crear nuestras controversias – asumiendo la paz y el conflicto – no como opuestos, sino complementarios. Será necesario además, no enmarcar los conflictos en un esquema polarizado – propio de una batalla a ganar o perder – sino en una problemática solucionable a ser resuelta con apertura y equidad a los efectos, temores e intereses de los colectivos humanos.
La necesidad social actual se perfila en dirección de solucionar los conflictos por la vía del entendimiento y la justicia, en función de prevenir la comisión de delitos. Para ello es necesario rediseñar la Justicia y la Seguridad Pública en función de estos objetivos, reformando el concepto de poder y traducirlo en “servicio a la gente”, lo que la obliga a proteger los derechos naturales y civiles de los ciudadanos. Al mismo tiempo, se le reafirma a la policía el deber de descubrir la mayor cantidad posible de los delitos cometidos, a fin de que un sistema de justicia penal civilizada, equitativa y eficaz cumpla con su obligación de mantener la criminalidad en los límites socialmente tolerables.
Mucho se repite que los problemas relacionados con la seguridad pública no deben “politizarse”, sobre todo en el discurso panfletario de muchos funcionarios cuando se les critica sus tendencias y prácticas autoritarias y violentas, enraizadas en la policía y la justicia penal, y la paraplejia de las instituciones encargadas. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, los asuntos de seguridad pública son los cimientos del establecimiento del orden político, y éste es el fundamento del Estado que puede comprometer a la sociedad a crear el imperio de una ley justa, sustentado en la defensa de los derechos y la democracia popular. Por ello, hasta que tengamos un entendimiento más claro de la dinámica del crimen, la violencia, la corrupción y sus efectos en el Estado y la sociedad, nuestra comprensión de asuntos más amplios acerca de la construcción y consolidación de la democracia, serán limitados.
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