ADL
Para Dorita
“y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende”.
Pedro Calderón de la Barca
Dorita asiste a una reunión más en su grupo de psicoterapia. Es gorda, aún joven, rosada, Sus ojos se tragan el mundo. Habla de prisa, infinitamente. Llora. Luego se queda en silencio por unos minutos observando el mundo como un animal acorralado. De pronto, ríe sonoramente. Vuelve al silencio para después sonreír mostrando su cara radiante como un sol. Abraza a César, su compañero de infortunios, su amor, su “patrón”, como lo llama.
Ambos viven en el fondo de un barranco a inmediaciones del pacífico mar. Han ocupado un rancho deshabitado, ruinoso, que han reforzado con cartones, láminas oxidadas y tablas.
Cuando al final de la tarde azota la fuerte lluvia, el techo parece ceder, y Dorita grita, llora, abrazando a sus cuatro perros, César aún no vuelve de pepenar en los basurales. Viven de eso, de las latas, de los móviles inservibles, de ropa usada, de los libros viejos, de cualquier objeto por el cual puedan obtener algunas monedas para paliar el hambre.
Cuando César tarda mucho, Dorita se angustia, porque los espíritus malos la visitan: le botan las cacerolas; transformados en viento, le suben la falda; se carcajean debajo de la cama; pasan graznando alrededor de la pila, porque los espíritus viven dentro de las insoportables urracas que se esconden en los árboles cercanos. Pero al llegar César, todo se calla. César trae tortillas, queso, frijoles, alguna carne. Preparan café y comen alegremente. Los espíritus, entonces, no pueden con ellos.
Pensando en Dorita, la Dorita de esta introducción, me encontré semanas atrás con esa pieza literaria tan sugerente, que hace muchos años, leí en nuestra prestigiosa Revista Cultura (N° 66-67, julio-diciembre de 1979, editada por el Ministerio de Educación), se trataba de “Los locos de San Salvador”, cuyo autor, un joven escritor del ayer, Francisco Bertrand Galindo, concibió en otra época de nuestra historia y de nuestra locura nacional.
Dentro de la revista encontré un recorte periodístico que había olvidado (pero que seguramente coloqué por ser de interés). Se trataba de un artículo del mismo Bertrand Galindo (“Los locos de San Salvador un análisis actual”, La Prensa Gráfica, viernes 3 de julio de 2015), donde recordaba su antiguo trabajo narrativo, del cual, cito un fragmento: “Hace un poco más de cuarenta años, en mi muy primera juventud, escribí una serie de relatos cortos que llamé ´Los locos de San Salvador´, eran narraciones simples de personajes imperecederos en la memoria de la ciudad, vistos ellos entre la niebla del recuerdo común, pero en todo caso con cariño. Un Te Pica, una Loca Amparo, un Carrito, entre otros. Eran locos que además de su ‘tema’ correteaban, insultaban o apedreaban a los que los molestaban, que se corrieron una que otra borrachera, que gozaban de uno que otro amor, de uno que otro chispazo de cordura. Pero eran realmente inofensivos. Si ahora a mis sesenta y tantos años tuviera o quisiera escribir sobre los nuevos locos, más que una corta colección de breves cuentos pueblerinos, debería escribir una larga recopilación de locos con claras características de asesinos seriales. Con una capacidad de hacer daño que excede y en mucho lo que alguna vez imaginé para mis locos de los sesenta”.
El narrador juvenil de esos años pretéritos, me trajo a la memoria, a un genial personaje, que, sin temor, atraviesa el tiempo. Me refiero a “Te Pica”: un anciano alto, moreno, de testa pelada, lustrosa, que al encanto de un hablar cavernoso, unía una sonrisa amplia desprovista de dientes, y unos ojos, como huevos tibios, nerviosos, que se movían en todas direcciones de forma inquietante. Fue él, uno de los más emotivos acompañantes en la misa de cuerpo presente de mi abuelo materno, Andrés Chávez Zepeda (1892-1976), en la antigua iglesia de Concepción de San Salvador (cuya cúpula interior estaba ornamentada con las imágenes maravillosas de la muerte de San Francisco); y en su posterior entierro, en el Cementerio de los Ilustres, en un sepulcro casi contiguo al que exhibe un jardinero corazón con un angelito, donde crecen delicados tréboles, color violeta y donde hay una leyenda que dice: “Amó a los niños, los niños lo amaron”. Sí, efectivamente, me refiero a la tumba de Salarrué.
“Te Pica”, corpulento, de traje oscuro; luciendo un perpetuo luto; llevando las coronas de ciprés; dándole el pésame a mi madre y a mis tías; efusivo, solicitando las propinas, y los “recuerdos” que solían darse en las misas de novenario.
Mi abuela contaba que nació en cuna rica, pero que su china (niñera) lo dejó caer accidentalmente, siendo un pequeñín, golpeándose la cabeza. De ahí su locura. Si alguien le decía, aunque fuera en tono muy bajo: “Te pica”, saltaba asustadísimo, creyendo que una horrorosa culebra estaba próxima a morderlo. Cuando constataba –furioso- que era otra tomadura de pelo, profería terribles insultos y perseguía a sus victimarios.
La locura. La maravillosa locura, que inspiró a los geniales artistas del Medioevo, del Renacimiento, y de la Edad Moderna, quienes nos legaron esas vívidas obras, de seres que cantan y danzan, ríen y lloran, bajo la luna y el sol de las más crueles miserias.
La locura que sacude las calles, parques y portales. Los soberanos locos, cuya fiesta sin límite, se extiende más allá de la muerte y de la nada.
Los locos, a quienes grandes autores como Michel Foucault dedicó esclarecedores libros, situándolos en el contexto y dinámica de los poderes de este mundo responsable de definir qué es y qué no es, locura; qué es y qué no es, verdad y conocimiento.
Así en su “Historia de la locura” nos dice: “En la historia occidental, la experiencia de la locura ha cambiado a lo largo de esta escala. A decir verdad, durante mucho tiempo ocupó una región indecisa, que es difícil para nosotros definir, entre la prohibición de la acción y la del lenguaje: de ahí la importancia ejemplar del furor ‘inanitas maridaje’ que prácticamente organizó, según los registros de acción y discurso, el mundo de la locura hasta el final del Renacimiento. La época del Gran Confinamiento (los Hôpitaux généraux, Charenton, Saint-Lazare, que se organizaron en el siglo XVII) marca una migración de locura hacia la región de los locos: la locura en adelante guarda poco más que una relación moral con los actos prohibidos (permanece esencialmente vinculado a tabúes sexuales), pero está incluido en el universo de las prohibiciones del lenguaje; con locura, el confinamiento clásico encierra el libertinaje del pensamiento y el habla, la obstinación en la impiedad o la heterodoxia, la blasfemia, la brujería, la alquimia, todo en resumen que caracteriza a la voz y mundo prohibido de sinrazón; la locura es el idioma excluido, el que contra el código del lenguaje pronuncia palabras sin significado (el ‘ loco’, el ‘ imbécil’, el ‘ demente’), o el que pronuncia palabras sagradas (el ‘ violento’, el ‘ frenético’), o el que pone en circulación los significados prohibidos (‘libertinos’, el ‘ obstinado’). La reforma de Pinel fue mucho más la consagración más visible de la represión de la locura como discurso prohibido que una modificación de la misma”.
Rememoro los pasados desfiles escolares del 15 de septiembre, y el tradicional discurso del Presidente de la República que tenía como escenario la Plaza Libertad, y donde el perímetro de seguridad y ornato, establecía siempre su férreo cerco, desde una noche antes. Sin embargo, burlando los más sofisticados controles, un famélico perro aguacatero (callejero) -salido quién sabe de dónde- se orinaba o defecaba sobre la roja alfombra de ocasión, frente a la cara de sorpresa y desconcierto de los invitados. O un ebrio vociferante o una loca de largo y revuelto pelo, rompiendo todo protocolo, pasaban de largo -muy altivos- ante a los serios funcionarios, y ante las cámaras y micrófonos de la prensa nacional, haciendo uso de su derecho a la libre circulación y expresión, para decir lo que nadie se atrevía a decir, sobre el nuevo traje del Emperador de turno.
Estos son -sin duda- los más auténticos y caros ejemplos de democracia que puedo testimoniar, en toda la historia de héroes y mártires que me ha tocado vivir.
Por ello, que callen los racionales sofocantes y sus escandalosas loras. Escuchemos mejor, ahora y siempre, de rodillas, a los legítimos intérpretes y maestros de la vida, nuestros señores los locos.
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