Miguel Ángel Dueñas Góchez*
El libro; UN MARCO TEÓRICO PARA LA DISCRIMINACIÓN de Jesús Rodríguez Zepeda, expone: Tan vieja como la guerra –o quizá más, pues en muchos casos alimenta su génesis–, la discriminación ha roído por siglos los corazones y las vidas de los seres humanos. En algún momento perdido en el tiempo, contra toda sensatez, los miembros de nuestra especie empezaron a considerar que las diferencias individuales o grupales respecto a sus semejantes los hacían, precisamente, des-semejantes.
No solo eso: creyeron que los distintos eran por eso inferiores, y temibles, y atacables. No es exagerado afirmar que sobre el lomo de las personas discriminadas –esclavos con otro color de piel, etnias completas reducidas al trabajo extenuante– se edificó nuestra cultura. Centurias después, esta idea estúpida sigue causando dolor y embridando los logros y las aspiraciones de la mayoría.
Ante un fenómeno tan extenso, prolongado y pernicioso, ¿cómo explicar que no lo hayamos explicado?, ¿cómo entender que sigamos mirando como natural una realidad tan degradante, en vez de comprenderla y atacarla? Marx afirmaba, inspirado en Darwin, que la clave para entender la anatomía del mono se encuentra en la anatomía del hombre. En ese sentido, hubimos de llegar –a regímenes autoritarios– a la imperfecta democracia presente para plantearnos el problema de la discriminación y sus posibles soluciones.
En efecto, solo en el contexto de un sistema político que ha hecho de la igualdad de los seres humanos un derecho inalienable y un valor regulativo, cobran pleno sentido cuestiones como si es justo o deseable favorecer a ciertos grupos cuyos derechos y oportunidades han sido históricamente vulnerados por el prejuicio, el estigma y la exclusión, o cuál es la responsabilidad del Estado respecto al trato que cotidianamente padecen mujeres, personas con discapacidad o con orientaciones sexuales distintas a la de la mayoría, adultos mayores, grupos étnicos, migrantes, niños, niñas y adolescentes, a causa de tales prácticas discriminatorias.
Por eso, la democracia es sinónimo de laicidad, en virtud de que es contraria al fanatismo, al dogmatismo, a la superstición, al pensamiento único y a los valores absolutos que son inaccesibles a la razón humana.
*Lic. en Relaciones Internacionales.