René Martínez Pineda *
El discurso -como acción político-ideológica sobre la conciencia- es en esencia la acción deliberada de poner palabras, una sobre otra, como ladrillos en la pared (y en la pared las fotos familiares y las del Barcelona; las imágenes de los santos y la de la virgencita chula) para crear una sensación de seguridad en tanto revelan la arquitectura del vecindario de la miseria-riqueza y la frontera entre unos y otros, o sea: aclaran quiénes somos “nosotros” (nosotros: los vergones, los que sudamos perfume, los que siempre caemos parados, los véndelo-todo, los que hacemos café con hojas de marihuana, los primeros en sacar el cuchillo o la boleta de empeño, los que revelamos el plan que nos contaron, pero no la hora a la que lo hicieron, porque eso es ultra-secreto) y quiénes son “los otros” (los otros: los malos, los hijos de puta, los feos, los genocidas, los hediondos), porque las palabras, que no son ni buenas ni malas, construyen la cotidianidad que está ligada al concepto de hogar y al de descubrirnos en soledad como seres únicos, por eso es vital sentirse el receptor del discurso que evade los abstractos que ocultan la verdad: ¿Mensaje a la patria o a los habitantes de carne y hueso que no tienen patria porque carecen de patrimonio?
El discurso de la izquierda salvadoreña (los discursos de las izquierdas) cobra sentido –debería cobrarlo- en comparación y como alternativa al falaz discurso de la derecha que es idéntico al de la derecha venezolana: “Nosotros vamos a dar nuestras apreciaciones del verdadero El Salvador, porque no sabemos de qué país hablaron… en los ocho años de engaños e incapacidad han acercado peligrosamente al país a la categoría de Estado fallido”, dijo el jefe de fracción legislativa de ARENA. Ese discurso es un llamado al golpe de Estado y la prueba de que la lucha de clases es, también, una lucha de discursos para ganar mentes, corazones y votos, pero no hay que caer en el error político de gastar en coloridos camiones de alquiler que lleven y traigan gente para aplaudir incluso las palabras que no entienden.
Estudiar el discurso del presidente (como discurso público) desde la mirada del sociólogo orgánico (el militante de la utopía revolucionaria que es atacada por los reaccionarios y los marginados por la historia), obliga a descubrir, como crítica epistemológica o arqueología de la lengua, lo que es cardinal para el líder en términos de valores, en lugar de políticas privadas; y de visiones utopistas, en lugar de planes amarrados por el Imperio del muro. Desde esa lógica se valora la forma en que el lenguaje actúa -letalmente- en la vida social y en la historia (contando o tergiversando; recordando u olvidando; hablando o callando), en tanto es portador de contenido político y no solo un tiempo-espacio para hablar sobre, u ocultar, hechos extradiscurso que existen independientemente de lo que decimos, y eso nos lleva a la ideología tal como la planteó Marx en “La ideología alemana”. Incluso citar a la Celestina, y no al Quijote, tiene una razón que debe ser descifrada.
De ahí que para el sociólogo y el político con formación notoria (la que no tiene que ver con el grado de escolaridad, pues la inteligencia no es acreditada por un diploma, de modo que se puede tener un título de doctor en derecho, por ejemplo, y seguir siendo un ignorante de una cuadra de largo), la ideología involucre estudiar el lenguaje y la manera en que este –como forma de inclusión, exclusión o negación social del otro- es usado en la cotidianidad y los modos en que los variados y vistosos usos del mismo cruzan y se entrecruzan con el poder, amamantándolo o destetándolo. Pero amamantar y destetar son actos voluntarios y, por tanto, dependen solo de nosotros. Eso explica por qué la burguesía y sus gendarmes se burlan del lenguaje común, de la forma de hablar del pueblo, del uso particular de las palabras y de los vicios de dicción que no son otra cosa que explicar el mundo con palabras efectivas y afectivas. Esos vicios gramaticales son una virtud cultural de ser pueblo. Decidir que esos vicios o la adecuación-invención de palabras son una tara nos lleva al campo de las expropiaciones de la acumulación originaria de capital: ejidos, dignidad, lengua, cultura, palabras, ropa, historia, porque la expropiación capitalista es económica y cultural para garantizar la hegemonía; son una forma de segregación y control social, tal como la división en palabras malas y buenas es otra forma de atarnos la lengua y llevarnos al conformismo: “Refrán viejo es –dijo, Celestina- que: quien menos procura, alcanza más bien…”
Estudiar la ideología pone en evidencia la forma en que ciertas relaciones de poder son reproducidas en un hilo perpetuo de expresiones que mueven el sentir y actuar en sociedad. Por ello es necesario reconocer que aunque la ideología se expresa de muchas formas (símbolos, comportamientos, palabras, instituciones, creencias) su señorío predilecto, el lugar donde ejerce su función verticalmente es el lenguaje. Entonces el discurso es una singularidad sociológica en la que el tiempo-espacio se detiene en la palabra, en la que no hay causas ni efectos, solo existe el lenguaje articulando y estallando como ideología y poder de clase. Por eso la ideología se puede dar el lujo de enmascarar o desviar la atención sobre los conflictos reales y su explosividad, cómo puede agrandarlos al crear una disputa imaginaria o convertir un problema estructural en un problema coyuntural para hacer de la impaciencia un argumento teórico, político y electoral. En esa lógica, la ideología presente en el discurso es la que decide cuáles son problemas y cuáles no, para actuar como instrumento del poder y como tiempo-espacio simbólico en el cual se legitiman o refutan, se fortalecen o atenúan. Pongamos un caso sin que signifique afirmar que todo está bien, porque dista mucho de ser así. La Cámara de Comercio reaccionó (¿indignada o temerosa?) a la petición discursiva de que la gente se tome la calles para exigir sus derechos. “En un mundo civilizado ya no deberíamos tener gente en la calle”, dijo, el representante de dicha Cámara. Se refería, sin duda, a la gente organizada y con pensamiento político, esa es la que, para él, no debe estar en la calle porque pone en peligro al sistema, ese sistema que, en América Latina, tiene a 66 millones de personas viviendo en la indigencia, o sea “en la calle”.