Luis Armando González
Este día 23 de abril, en el marco del Día Mundial del Libro, se harán lecturas de Don Quijote de la Mancha, obra cumbre de Don Miguel de Cervantes. Debo decir que ambos personajes no han dejado de conmoverme desde mis años de estudiante de bachillerato. Desde hace varios años, tengo por costumbre visitar regularmente el Parque Miguel de Cervantes, en el Barrio San Jacinto, al sur de San Salvador, para –me digo a mí mismo— rendir homenaje a la memoria de estas dos insignes personalidades. Suelo detenerme –sentado en un banco de cemento— ante un derruido mural que representa a Don Quijote y un busto, también deteriorado, de Don Miguel, para meditar sobre la siempre urgente y perenne tarea de “desfacer agravios y enderezar entuertos” que el caballero de la triste figura y su creador asumieron como propósito de vida.
Lo que me conmueve es que ese propósito no se busca con altanería o con la certidumbre de quienes se creen investidos de una fuerza superior –divina o filosófica—, sino con la ingenuidad y la sencillez de quienes buscan reparar agravios sólo porque sí, sólo porque no está bien que se cometan injusticias y abusos, y porque es honorable oponerse a ello. En Don Quijote-Don Miguel –eso es lo que me gusta creer— no hay un optimismo del estilo de, por ejemplo, Marsilio Ficino o Giovanni Pico della Mirándola; al contrario, ese optimismo es cuestionado desde la afirmación del carácter ambiguo del mundo que dimana del personaje creado por Don Miguel. Las tribulaciones de Don Quijote tienen que ver con las incertidumbres que le provoca una realidad que no es como se presenta a sus ojos, que parece real, pero es ficción.
El héroe de Don Miguel de Cervantes no es el de Pico della Mirándola –seguro de su intelecto—, sino alguien que duda de sí mismo y de la realidad que lo rodea. Don Quijote sospecha de la realidad, sospecha de su irrealidad, y esa sospecha tiene una raíz: la ausencia de certezas; es un individuo sin certezas, lanzado a la conquista de un mundo ambiguo, claroscuro, real e irreal, del cual, por tanto, no sabe qué es lo que le va a deparar. Como dijo Octavio Paz, Don Quijote no se desespera ni lo asume con tragedia; se refugia en la ironía y el humor, dos actitudes típicas de la modernidad.
Con todo, Don Quijote-Don Miguel, Ficino y Pico della Mirándola son parte activa en la gestación de la cultura de la modernidad y de las problemáticas que le son propias. Sus elementos básicos son los siguientes:
a) Dios (o la divinidad) puede y debe ser puesto entre paréntesis, para prestar atención al más acá, al mundo;
b) Este mundo está habitado por el ser humano, quien ejerce sobre aquél sus habilidades y capacidades; y
c) El individuo puesto en el mundo –un espacio abierto para sus habilidades y capacidades— no tiene certezas absolutas ni sobre sí mismo ni sobre la realidad.
Así las cosas, de lo que se trata es de buscar algún tipo de certeza, algún tipo de seguridad, sobre lo que es el ser humano y sobre lo que es el mundo. Esla búsqueda tiene que hacerse en el más acá, concretamente la vida real de los individuos. Esta va a ser la tarea del pensamiento filosófico y científico moderno hasta la época actual. En el marco de la discusión abierta por Ficino, Pico della Mirándola y Cervantes cuatro vías se abren para buscar algún tipo de certeza en el sentido que se ha apuntado.
Una va a ser la “vía de la razón”, en la cual se van a empeñar racionalistas como Descartes y Spinoza. La otra vía va a ser la “vía de los “sentidos”, en la cual se van a situar empiristas como F. Bacon, J. Locke y D. Hume. Una tercera vía va a ser la de la “moderación”, esbozada por autores como Miguel de Montaigne. Y la cuarta, la de la “ficción”, la fantasía y la ausencia de límites (la de la “locura”), uno de cuyos más claros exponentes va a ser el Marqués de Sade, el representante más completo de “esa corriente subterránea pero apenas clandestina [que] es la otra cara del Siglo de las Luces”. Es en torno a estas cuatro “vías” que la modernidad emprende su búsqueda interminable de certezas.
La cultura moderna no sería lo que es sin esa búsqueda quijotesca del bien; una búsqueda incierta, en la que el fracaso acecha por doquier, pero en la que no se tiene que desfallecer. Es inevitable, como le sucedió al poeta León Felipe, no pedirle a Don Quijote –cuando nos sentimos derrotados— que nos haga un sitio en su montura para acompañarlo por la manchega llanura.
Vencidos
(de León Felipe)
“Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura,
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.
¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!
Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo,
y llévame a ser contigo
pastor.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar…”
San Salvador, 23 de abril de 2024
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