Carlos Girón S.
Movidos nuevamente por el espíritu propio de esta época navideña, que llena los corazones de una inefable alegría y despierta profundos sentimientos espirituales de pureza y santidad, tocamos otro tema relacionado con la venida del Cristo a la Tierra, hace más de dos milenios.
El caso es que, al igual que con la fecha del Nacimiento del Divino Niño, sobre lo cual no hay coincidencia entre teólogos, historiadores y otros, como lo vimos antes, así también sucede con el caso del lugar donde nació.
Se dice -por un lado- que fue en Belén de Judea, pero sin saberse a ciencia cierta si en una posada, en una casa, un pesebre de un establo o hasta en una cueva. Los evangelistas no narran de igual forma este magno evento. San Mateo dice que en una casa, a donde guiados por una estrella llegaron los Tres Reyes Magos viniendo de oriente a adorar al niño. San Lucas por su lado dice que fue en un establo.
Lo de la cueva como lugar del nacimiento viene de las discusiones que -según crónicas antiguas- se suscitaran en el Concilio de Nicea, en el año 325 de nuestra era, donde por argumentos aportados por un tal Eusebio, considerado como el primer historiador eclesiástico, se estableció como dogma que el Divino Nacimiento tuvo lugar un 25 de diciembre, en una cueva, donde se dice que se había erigido un magnífico templo para que los cristianos pudieran adorar el lugar del nacimiento. Algo similar señalan antiguas crónicas esenias diciendo que el Niño Jesús nació en “una gruta esenia” camino de Belén.
A despecho de ese intríngulis, el hecho es que el Niño Dios vino a la Tierra –como el propio Dios encarnado, no lo olvidemos, pues es un asunto tremendamente elevado, un prodigio supremo, insuperable por nada-. Pero digamos que vino Dios encarnado en Jesús, no a salvarnos directamente a cada uno, o a la humanidad en su conjunto, sino más propiamente a señalarnos el camino que cada uno debíamos o debemos seguir para redimirnos –cada quien por su cuenta-. De acuerdo con esto, según el o los esfuerzos o sacrificios que cada quien haga, así será su avance y progreso en alcanzar esa meta de la redención.
Y esta redención es ni más ni menos que alcanzar la perfección, que solo puede alcanzarse retornando a Dios, a su seno, donde moraba el primer hombre cuando fue su creación y se alejó con la famosa caída a causa de su desobediencia y rebeldía –lo cual hay que reconocer que no fue enteramente su culpa, dado que él únicamente hizo uso del don del libre albedrío que el Creador le otorgó por su misericordia; si no, no habría podido actuar como lo hizo– incitado por su compañera, como lo dice el Génesis.
Ahora bien; ir, avanzar por el Camino de la redención personal o perfección, no es fácil, no; significa -entre otro montón de cosas- ir deshaciéndonos de la broza, del lastre, las cadenas que nos atan al plano material; es decir, ir puliendo poco a poco la naturaleza tosca que tenemos con nuestros defectos, taras, vicios, malos hábitos, pensamientos y sentimientos insanos, turbios, oscuros, dañinos, destructivos para nosotros mismos más que para los otros, cuando intentamos enviárselos a ellos o contaminarlos.
Confesarse con segundas o terceras personas –sacerdotes o particulares— no ayuda en nada para limpiarnos de las impurezas y “pecados” en los que caemos.
Entra aquí lo que los místicos llaman “alquimia mental”, o sea, el arte de transmutar lo negativo que a veces nos producen la mente o incluso el corazón, en lo contrario, o sea, positivo. ¿Cómo así? se preguntarán. Simple: transmutando el egoísmo por altruismo; la avaricia por el desprendimiento; la gula por temperancia; la deshonestidad por el recato; la mezquindad por la caridad; el odio por amor; la maledicencia por la discreción; la ira por la afabilidad, y así todo lo que nos afea darle vuelta para vernos simpáticos, etc.
Además de eso, se dice que es de gran valor cultivar y practicar la espiritualidad, que significa, entre otras cosas, ir despegándonos del apego a la materialidad para elevarnos a planos superiores, como refinar nuestros gustos y preferencias, pasar de lo común y vulgar a lo singular y especial.
Encaminarse por ese sendero de la evolución hacia la perfección lo llaman también los místicos, ir ascendiendo por los escalones de la reintegración. ¿Hacia qué o hacia quién? Hacia Dios, que es de donde y de quien procedemos, y nos dejamos caer estruendosa y dolorosamente, pues el evangelio cuenta que al ser echado Adán -el primer hombre- del Edén, Jehová puso ángeles con espaldas flamígeras blandiéndola de lado a lado para evitar que el tal Adán regresara. .
Al final de todo, hablando de la casa, pesebre, gruta o cueva donde el Niño Jesús pudo haber nacido, podemos volver a decir –sin que se diga que es traído de los cabellos— que el verdadero lugar del nacimiento es el corazón del hombre, del hombre universal, el de todos los tiempos, puesto que este es un ser eterno, como lo es Dios, ya que de Él procede.
Sin demeritarlos, los evangelistas de hoy -de las diferentes denominaciones- tienen el lema de que “Cristo viene”… Y, la gran verdad es que Él, el Cristo, Jesús, no es que vendrá, sino que ¡YA VINO! mora y reposa en todos los corazones humanos; pero -lamentablemente- lo tenemos y mantenemos arrinconado, sin querer escuchar lo que nos habla, los dictados que nos hace para que vayamos por el sendero recto y avancemos hacia la reintegración, y que marchando por ese camino seamos librados de todo sufrimiento, dolor, quebranto, aflicción, enfermedad.
Meditemos especialmente en esto, en estos días de alegría y felicidad navideñas.