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Dos concepciones antiguas sobre las leyes

Luis Armando González

No soy abogado, pero los temas jurídicos me interesan de modo particular. Y no solo como ciudadano, sino como alguien formado en la filosofía y las ciencias sociales. Desde el ángulo filosófico, me interesa el carácter esencial de lo jurídico, es decir, aquello que constituye su nervio fundamental, sin el cual dejaría de ser lo que es. Ese nervio no es, desde mi punto de vista, ni lo doctrinario ni lo jurisprudencial, sino lo normativo. No me refiero por esto último a instrumentos normativos concretos, sino al deber ser prescrito por cualquier norma jurídica (principalmente, por una ley, que es la máxima norma jurídica).

Una norma jurídica, por definición, lo es porque prescribe (pero también limita o impide), de modo obligatorio, determinadas formas de conducta de las personas. Una norma, siempre por definición, no explica ni describe hechos (que están sucediendo y que no requieren de una norma para suceder), sino que pretende encausar esos hechos (prácticas humanas) en otra dirección: la prescrita por la norma. O sea, que lo que se busca con las normas es, en el fondo, superar ese hiato que existe entre el ser (lo que efectivamente es) y el deber ser (lo que se opone y es mejor en cuanto ideal a lo que es). Un deber ser que se legitima a partir de concepciones, de distinta procedencia, sobre lo bueno, lo justo, lo correcto y lo deseable.

Desde las ciencias sociales, lo jurídico me interesa no solo como fenómeno político-estatal, sino por sus implicaciones en lo social, lo cultural, lo económico y lo político estatal. Estoy convencido de que lo jurídico (en su origen histórico, evolución, lugar en la estructura del Estado e implicaciones) es una fuente de problemas para la investigación desde las ciencias sociales. Urge afinar más la mirada científica sobre lo jurídico y sus implicaciones, es decir, urge convertir lo jurídico en objeto de estudio sistemático y específico de la historia, la sociología, la economía, la antropología y la política. Y, claro está, también es necesario que las ciencias sociales (y también las naturales) se conviertan en un soporte de lo jurídico, pues ello puede servir de correctivo al idealismo normativo (alimentado muchas veces por concepciones religiosas, morales o filosóficas obsoletas) que hunde sus raíces en la edad media y sus tradiciones religiosas. Una meta nada despreciable es la secularización de las fuentes de legitimación de lo jurídico.   

Quizá dar una mirada al sentido de lo jurídico en la antigüedad griega sirva para recuperar su nervio, que muchas veces queda oculto o es borrado por los cuerpos argumentativos excesivos que caracterizan al derecho moderno. Hago referencia aquí a un planteamiento interesante que he encontrado en uno de los estudios recogidos en el libro Los Cínicos, editado por R. Bracht Branham y M.-O. (Goulet-Cazé). El estudio se titula “El acento escita: Anacarsis y los cínicos” (de R. P. Martin), y en el mismo su autor recupera un relato de Plutarco, aparecido en su Solón, en el cual Anacarsis (un pensador escita) se encuentra con Solón. Este es el texto que ofrece Martin:

“Anacarsis llega a Atenas en busca de la amistad de Solón, llama a la puerta y es informado por el ateniense que es mejor buscar la amistad en casa (…). A esto, el escita replica agudamente: ‘Puesto que tú estás en casa, danos amistad y hospitalidad [xenia]’. Solón, cuenta Plutarco, maravillado por la inteligencia de aquel hombre (…), lo agasajó como su huésped pese que a la vez debía atender a sus ocupaciones en asuntos públicos y en la redacción de leyes. Las tareas de su anfitrión brindan a Anacarsis la oportunidad de efectuar otra aguda observación, esta vez acerca de lo infructuoso de tratar de reducir el desorden y la codicia mediante ordenanzas escritas, ‘que no son diferentes de las telarañas, pues atraparán a los débiles y a los delgados, pero serán desgarradas por los ricos y poderosos’(…). La repuesta de Solón es menos cínica: las personas mantienen los acuerdos cuando no es provechoso para ninguna de las partes violar las condiciones.

Afirma que armoniza (harmozetai) las leyes para que se adapten a los ciudadanos, a fin de mostrar a todos que obrar correctamente es mejor que actuar de manera ilegal. Aquí el narrador [Plutarco] interviene con una anticipación: ‘pero estas cuestiones resultaron tal como Anacarsis había predicho, antes que conforme a las expectativas de Solón” (p. 193).

He aquí dos concepciones, que vienen del siglo V a de C., que han marcado el debate sobre las leyes y su función a lo largo de los siglos, y que siguen vigentes en los tiempos que corren. Por un lado, la visión de Anacarsis según las cual las leyes son telarañas en las siempre caen atrapados los débiles, dada la capacidad de los ricos y poderosos para romperlas y, ahora diríamos, convertirlas en un andamiaje para reforzar su poder. Por otro lado, la visión del legislador griego quien afirma que las leyes, debidamente armonizadas y adaptadas a los ciudadanos, les muestran que obrar correctamente (conforme a lo que prescriben las leyes) es mejor que no hacerlo. Plutarco toma partido por Anacarsis, ¿pero se puede aceptar sin reparos el juicio del historiador?

Parece que no. Más bien, lo que ha sucedido con el pasar del tiempo es que ambas visiones se fueron entrelazando en una gigantesca telaraña (en unas naciones más que en otras) en la que instructivos, normas, decretos, reglamentos, leyes, doctrinas y jurisprudencia (no sólo nacional, sino internacional) forman un universo particular, con laberintos en los que es fácil (y normal) que las personas comunes no encuentren la salida y sí personas expertas en recorrer esos laberintos, que suelen trabajar para los ricos y poderosos. Pero también hay caminos con destinos bastante precisos: los que muestran con claridad lo favorable que es para todos respetar las leyes, siendo de poco provecho no hacerlo. Paja y trigo se han mezclado, y eso es lo que hay. Decir que esa mezcla ha facilitado que lo jurídico se convierta en instrumento de la clase dominante (de los ricos y poderosos) es fuerte, pero no tan descabellado. Karl Marx lo destacó en el siglo XIX.

Pero no se puede negar que la visión, directa y clara, que propuso Solón ha seguido operante en el “espíritu de las leyes”, tal como se puede corroborar en la obra del filósofo y jurista Norberto Bobbio.

La fórmula de Solón (armonizar las leyes para que se adapten a los ciudadanos, a fin de mostrar a todos que obrar correctamente es mejor que actuar de manera ilegal) expresa algo esencial de la ley, que las telarañas jurídicas tejidas en los siglos posteriores (principalmente en la Edad Media) han ahogado y que a lo mejor convendría recuperar. Y si no, los ciudadanos seguiremos rigiendo nuestra civil y política a partir de prescripciones que se enmarcan en argumentaciones farragosas, y para nada parsimoniosas, en las cuales los “expertos” en la ley siempre encuentran más de un camino para obrar incorrectamente. No es gratuita la afirmación, para nada tranquilizadora, que dice que “hecha la ley, hecha la trampa”. No creo que se deba seguir convalidando ese precepto, pues da lugar a que se afiance la convicción, en millones de personas en el mundo, de que obrar incorrectamente es más conveniente que actuar legalmente.             

San Salvador, 18 de enero de 2021

   

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