DOS CUENTOS DE HUMOR.
Por Rolando Costa
Por las estrechas calles del barrio, de entre una multitud que decrece cuadra a cuadra, quedamos dos a distancia prudente, yo atrás del otro.
Por un largo trayecto, a rítmico paso en una misma dirección doblamos varias esquinas de Las Mercedes. Me dio por pensar: “Se volteará y me reclamará que por qué lo sigo”. No obstante, descubrí la puerta de casa, y mi usual tranquilidad volvió a mí: “pasará de largo”, me animé.
Pero no. Se detuvo ante mi casa y sonó el timbre. Aceleré el paso.
-Aquí vivo yo. ¿A quién busca? Reclamé.
-Se equivoca. Aquí vivo yo, se opuso con firmeza. Procuré tranquilizarlo.
-Usted disculpe, pero llevo ya muchos años de vivir aquí.
-No es cierto. Yo llevo muchos años de vivir aquí, enfatizó.
Entonces fue cuando escuché la voz de mi esposa que, sin abrir la puerta, interrogó desde el otro lado de esta:
– ¿Quién es?
– ¿Oyó? ¡Pues esa es la voz de mi esposa!, argumentó de manera conclusiva.
Entonces descubrí que una silueta ondeaba al lado del añoso almendro de río en el arriate de la acera, enfrente de la puerta. No reconocí de inmediato a nadie entre la sombra crepuscular, pero allí estaba alguien que acababa de llegar. Acelajeado, el hombre sonrió con ironía y mirada triste y exclamó susurrante:
– ¡Lo mismo sucede en todas partes y a todas horas!
– ¿Lo reconoce? Interrogué confuso al hombre a cuya zaga había llegado hasta allí.
– ¡No!, admitió lívido.
Y cada uno escuchó la voz de su esposa que decía:
-¿No es nadie! ¿O eres tú, Frank?
Allí permanecimos los dos no se cuánto tiempo sin saber qué hacer ni qué decir aún después de que aquel hombre usó su propia llave, abrió la puerta y entró.
2
Llegará el momento, le referí a aquel hombre, en el que toda la tierra hablará un solo lenguaje, un lenguaje hermoso, el más bello lenguaje que jamás haya existido, en el que se expresarán exquisitamente todos los movimientos del corazón, reales y posibles, y todas las ecuaciones y relaciones imaginables entre las cosas de resonancias inagotables…
Al hablar de este modo mi entusiasmo crecía, tanto que se acercó otro hombre que estuvo allí cerca, y me preguntó:
-En su idioma actual, para usted, ¿cuál sería la palabra más rica, más llena de contenido? No lo pensé mucho.
-Cántaro, le respondí. Entonces él se plantó muy cerca de mí, y exclamó:
-¡Se la compro!
Me puso a pensar. Luego le contesté:
-Eso no es posible, es absurdo. La palabra existe libre y cualquiera puede emplearla; nuestro idioma no tiene dueño. No es una mercancía. Diga cántaro y la palabra es suya; cuando quiera hacer uso de ella sola pronúnciela.
-No, no es cierto lo que usted alega. Quiero que me venda la palabra cántaro, pero la suya, no de cualquier persona: la suya.
-¿Y eso qué implicaría?
-Se la compro por lo que usted pida: dinero en efectivo, un cheque, una cuenta bancaria, una mansión, un auto de lujo, un yate, lo que usted me pida; yo puedo dárselo.
-Pero…dije…
-Sí, prosiguió, jamás volverá a pronunciarla; podrá usar, por ejemplo, “tinaja”, pero cántaro nunca más. NUNCA. ¿Entiende? El hombre creía tener ya el control sobre mí.
-¿Y qué garantía tendría usted?
Su Honradez. Me la entregará y ya jamás se valdrá de ella. Nunca. Por su honradez, si la volviera a usar, la palabra cántaro se volvería falsa entre usted y yo.
Aquél a quien yo le había estado hablando en este punto se retiró mirando con extrañeza a los dos, por lo que no pudo escuchar la respuesta que le di.
-¡No! No existe nada con lo que pueda comprar una sola palabra.
Mi no fue rotundo. El hombre quiso replicar, pero había enmudecido. Me retiré, pero el hombre me siguió por un largo trecho; casi corrimos, pero me escabullí por fin, y me quedé de pie, respirando hondo, a la sombra del portal La Dalia. Un amigo llegó a mi lado.
-¿Por qué te perseguía aquel hombre? Pensé que te haría daño. ¡Estás horrorizado!
-Por nada, le respondí, por nada…Luego te lo explicaré, en otro lugar.
Ya en la cafetería mi amigo, con la explicación dada, cerró el episodio:
-¡AH GEOVANNI! Me consoló sonriente, ¡te sucede cada cosa..!
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