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Dos cuentos de Paul Fortis

Los alborotos de don Foncho

 

Paul Fortis 

Escritor salvadoreño

 

Ahora sí, no hay ninguna duda en la lógica de la gente al decir que todos los poetas y los filósofos son locos.

Lo encontraron semidesnudo bailando con las arpías que habían subido de la Laguna Verde. Eran las fiestas de su Jocotlán querido rincón soñado, delicadamente escogido para pasar los momentos más sublimes de su carrera poética.  Los que bien lo conocían, querían y respetaban, se lo llevaron para su casa donde las señoritas González quienes, oyendo al poeta don Pablo Fortis, le recetaron una sopa de pata con huevos de toro tigriado, la cual acompañó con un doble con un doble de raíces de coquillo fabricado en Izalco por don Chente Luna-Tico, del que se tira al aire y no cae, que le puso los ojos más bailones que los de San Pascual. Se colocó un traje parnasiano con un geranio sembrado al tórax y se marchó de nuevo a la plaza donde estaba lo grueso de la fiesta. No habían pasado diez minutos cuando un bicho jocotlaneño venía gritando que don Foncho se había montado en un toro chúcaro que lo había dejado trabado en las rendijas del quiosco y que al nomás despertarse se había tratado de encasquetar en el palo encebado. Cuando lo fueron a traer, el poeta Fortis lo tuvo que bajar de la montaña rusa. De repente apareció el cura con todas las damas religiosas. Venían, según manifestaron a desendemoniarlo; pero fue peor. Después de una recua de aves Marías, Padres Nuestros, la oración del puro que se le salió en forma inesperada, salió vestido de don Quijote montado en una cabra overa, la cual abandonó cuando llegó de nuevo a la plaza. Los turistas extranjeros que visitaban Jocotlán con motivos de estudiar el sistema de felicidad compartida de la comunidad, lo entrevistaron: dijo llamarse don Garzón de la Laguna Verde, de profesión poeta, filósofo y adivino. La gente que lo conocía comprendió todas aquellas acciones descabelladas asumiendo su locura total. Unas horas después apareció en la iglesia. Esta vez no pidió el púlpito, se sentó en una de las bancas de atrás y desde allí le pidió a Dios que lo mantuviera en ese estado de levitación, en ese dulce estado de embriaguez poética. Se levantó, persignó y se marchó a casa. Descansaba junto al corredor que da al río, rodeado de chupamieles y florecidos mirtos, estiraba sus piernas aguarumadas que hacían chillar su mecedora de volador. Soñaba, soñaba que en sus manos estaba el destino de la poesía nacional y de repente monologaba en su profundo sueño. Esta vez soñó que se moría, soñó que le había agarrado fobia y rabia, soñó que todo era un eterno sueño lúdico, soñó, soñó que lo paseaban en las anchas calles de Jocotlán vestido de santo y acompañado por marimbas, castañuelas y trombones y veía a Chamba Caleta, al Viejo Mazariego, a Quijada Urías y al Pichón Cea vestidos en camisones verdirrojos con candelas coloradas acompañando al santo que había encasquetado su mecedora de volador en la urna eucarística desde la cual leía los últimos escritos de Feliciano.

 

Muerte continuada

 

Paul Fortis 

Escritor salvadoreño

 

El talpetate tenía las marcas que eran como las de un roedor hambriento tratando de abrir camino en medio de la roca. No buscaba comida, buscaba un poquito de tierra donde sepultar a sus deudos.

Cuando la encontraron tenía las manos sangradas, sus uñas casi arrancadas, llenas de arena y de piedras. Los dos esqueletitos de sus niños aún estaban calentitos en el refajo de manta. La mirada de la india daba cuenta de la agonía que precedió a la muerte.

Había llegado al mediodía bajo un sol quemante, achicharrador. Los dos cuerpecitos de sus hijos metidos en el zarape, en el viejo y único refajo de manta con que se cubría del frío en los amaneceres tempestuosos de aquel lugar inhóspito al que la conquista la había tirado. El talpetate tenía las marcas que eran como las de un roedor hambriento tratando de abrir camino en medio de la roca. No buscaba comida, buscaba un poquito de tierra donde sepultar a sus deudos.

Sus ojos idos y difuntos de alegría aún marcaban la desesperación de los últimos momentos de su anti vida. Quinientos años antes había sido la dueña de palacios arquitectónicos desafiantes y de una cultura de paz y comunidad como nunca la historia había conocido; pero había perdido una guerra que ella jamás había iniciado ni causado y dicha pérdida la había empujado a la soledad del pedregal donde medio vivió y murió por tanto tiempo.

El hosco talpetate de lengüeperro tenía las huellas sanguíneas de alguien que desesperadamente buscaba tierra, de alguien que quería regresar con los suyos, de alguien que había perdido la voluntad de seguir luchando por lo imposible y la muerte era el único camino hacia la liberación. Dos días antes había llorado como leona herida al ver que sus mamás no podían dar ni una gota de leche a sus cachorros. Había perdido la habilidad de caminar y la facultad de defenderse de la intemperie y para llegar al lugar donde trato de enterrar a sus niños había hecho un esfuerzo sobrehumano. Antes de tomar la decisión de lanzarse al vacío besó a sus hijos y los bendijo en nombre del maíz, le pidió a la Pachamama que los recibiera con los brazos abiertos y en un rito eterno maldijo a los invasores, después como águila desplumada abrazo a sus esqueletitos y no volvió a ver atrás.

Cuando la encontraron alguien dijo: «Se murió de hambre y por eso mató a sus hijos también». Unas gotas de sangre incolora, pálida como lágrimas de un pueblo adornaban el lienzo polvoso que aún envolvía a los niños.

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