José M. Tojeira
Las Naciones Unidas celebraron un año más su Asamblea General, en la que se discuten temas de interés mundial. La Asamblea se abre con los discursos de los Presidentes de los países que acuden a la misma, que se supone tocan temas de interés mundial. En este sentido es bueno que la ciudadanía de cada país reflexione no solo sobre las palabras del propio presidente, sino también sobre los discursos de otros mandatarios.
Más allá de la capacidad, el apoyo popular o el éxito en sus decisiones, resulta interesante contemplar los contrastes existentes en los diferentes mensajes presidenciales. En este artículo reflexionaremos brevemente sobre dos frases de los discursos pronunciados este años en la sede de la ONU, en su 77 Asamblea General. Uno es el discurso de nuestro actual presidente, Nayib Bukele, y otro es el pronunciado por el presidente de Chile, Gabriel Boric. Ambos son presidentes jóvenes, aupados al puesto por los deseos de cambio de sus pueblos, pero con un lenguaje bastante diferente.
El presidente salvadoreño insistió especialmente en que se respetara la soberanía salvadoreña y en que se le dejara hacer lo bueno que está haciendo. El chileno por su parte insistió en el respeto a los derechos humanos a nivel mundial y reconoció como una lección democrática de su pueblo el revés que ha tenido el proyecto constitucional que él mismo acuerpaba. Las palabras son significativas. El Presidente Bukele insistió en que “el vecino rico no tiene autoridad de decir al vecino pobre que regrese al pasado, porque no puede pretender mandar en casa ajena”.
El Presidente Boric por su parte recordó que “la protección y promoción de los derechos humanos, el trabajo decente, la protección social universal y la lucha contra la crisis climática, son hoy demandas universales”. En un mundo interrelacionado, en conexión e interdependencia permanente, Bukele daba la impresión de pedir una soberanía que le independizara de cualquier observación internacional en el campo de los derechos humanos, considerando cualquier crítica u observación como una injerencia abusiva. Boric mostraba un universalismo de los Derechos Humanos más coherente con el desarrollo de las relaciones internacionales que se tratan de implementar desde el fin de la segunda guerra mundial.
El tema es importante por varias razones. Los Derechos Humanos, incluso a pesar de la deficiente gestión internacional, son un tema inscrito en la interdependencia de los países. Al ser una moralidad externa al poder y que indica el rumbo de la convivencia democrática, es normal que algunos países quieran tenerlos en cuenta en sus relaciones internacionales. La soberanía absoluta no existe. Y ni siquiera los supremacistas blancos, en Estados Unidos, podrían imponer sus intereses si llegaran al poder. El país que se aísla se arruina. Y renegar de una supervisión internacional de derechos básicos es aislar al país que eso pretenda.
El incumplimiento de las obligaciones derivadas de convenios de Derechos Humanos, muchas de ellas incluso contenidas en la Constitución no es el mejor camino para establecer relaciones internacionales cordiales. Y especialmente un país necesitado de apoyo internacional debe saber eso. Con mucha frecuencia se ha repetido que el fin no justifica los medios. Y el actual gobierno de El Salvador se está oponiendo con demasiada frecuencia a discutir con la sociedad civil e incluso con la oposición, los medios que emplea tanto en el campo del desarrollo económico y social, como en el campo de la seguridad o de la legalidad. Si los medios utilizados en algunos de estos campos están reñidos con los Derechos Humanos, es lógico que quienes los defienden acudan a instancias internacionales. Confundir la preocupación internacional en dicho terreno con la injerencia en asuntos internos no hace más que manifestar formas autoritarias que también terminan perjudicando al propio país. Y por cierto, si algo está obsoleto en las Naciones Unidas es la carencia e incapacidad que la institución tiene de una adecuada gobernanza mundial en el campo de los Derechos Humanos. Lo que constituye claramente un pensamiento obsoleto es creer que la soberanía de los países es hoy absoluta.