Iosu Perales
Puede decirse que el florentino Nicolás Maquiavelo es el padre de la teoría política moderna. En su tratado El Príncipe (1513) sienta bases de criterios que están vivos quinientos años después. Enseñó malas recomendaciones a los tiranos para ayudarles a mantener el poder. Describió el comportamiento inmoral, como la deshonestidad y la muerte de inocentes, como algo normal y efectivo en la política. Su frase “la política no tiene relación con la moral” va de la mano de la idea de que el fin justifica los medios.
Su manual para los políticos, amoral y déspota, está en el trasfondo de la actual confrontación entre dos modos de entender la política en el marco de una desilusión general: el de quienes utilizan cargos e instituciones para sus propios intereses y los de las élites a las que sirven; y el de quienes solo conciben la política como servicio a la comunidad y por consiguiente la vinculan con la ética y por lo tanto con la moral, siendo el bien común la medida de la acción política. Esta confrontación coloca en el tablero el valor del poder.
En esta pugna creo que lleva clara ventaja el enfoque de los que actúan de espaldas al bien común ya que encuentran vientos favorables en la globalización neoliberal, la geopolítica y el llamado postmodernismo. El resumen de sus influencias puede matizarse en la presión sistemática para conseguir la capitulación del Estado de Derecho. Las consecuencias no son otras que la dificultad de los centros de poder político para sostener su legitimidad y el declive general de los valores democráticos en el mundo.
La presión externa sobre la política entendida como servicio público es tal, que ya ha logrado contaminar su realidad interna, de forma que desde dentro está siendo atacada y consumida por actores que habiendo renunciado a recuperar la democracia se han incorporado por la vía de la corrupción a participar activa y prácticamente de la idea de que la política es funcional al poder económico, a la propiedad privada e incluso al enriquecimiento personal. De tal manera, el fenómeno de la corrupción española –la más crítica de Europa-, por su extensión, no es simplemente el resultado de una suma de actos de políticos corruptos, sino que desvela una realidad sistémica que fabrica corrupción a mansalva.
Estos actores políticos tratan de tener a la justicia de su lado de manera que procuran su impunidad utilizando el poder que otorga el gobierno y las instituciones para protegerse. Si anteriormente, durante la dictadura franquista, ejercían sus funciones con ayuda de la represión ahora lo hacen siguiendo el consejo de Maquiavelo: “Nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser ganado por la mentira”. Eso es, mienten una y otra vez, engañan a sus votantes y a la sociedad en general, y siguen con su latrocinio.
El dilema consiste en que quienes en Europa defendemos un lugar para la ética en la actividad política estamos desinflados. Si la postmodernidad apunta a la deconstrucción de un sistema de creencias que sirve de guía para la política, por su parte la modernidad nos ha llevado a la desilusión sobre todo porque sus pronósticos de una sociedad más humana, más justa, más digna, no se han cumplido. Esto nos ha conducido por momentos a incubar un sentimiento de inutilidad de la acción política. Sin embargo pienso que no hay mejor alternativa que recuperar, no ya grandes teorías y relatos políticos –aquí tiene razón la postmodernidad-, pero sí la reflexión ética sobre la sociedad, desde la cual construir los fundamentos de una acción política decente, limpia, sujeta a la transparencia y la fiscalidad de la ciudadanía, y que ponga en el centro el valor de la justicia social y la democracia. Hacen falta nuevas vías hacia una sociedad y una política ética. Creo que en América Latina esas vías existen. Necesitamos actores políticos diferentes a buena parte de los actuales. Decir que la vieja militancia, generalmente altruista, ha dejado paso a la incorporación a cargos públicos de quienes visionan la política como un empleo que otorga algún grado de poder, notoriedad, y una buena remuneración, no es exagerado. Mucha de la llamada clase política española carece de principios éticos y se coloca del modo que recomendó el florentino: “La promesa dada fue una necesidad del pasado; la palabra rota es una necesidad del presente”. Lo importante es mantenerse en el cargo público matando la verdad si hace falta.
Sin embargo es esperanzador que también haya en Europa y en España actores políticos y sociales que acuden a la ética para amonestar y sancionar a quienes han hecho del ejercicio de la política un medio para conseguir un botín. En España el fiscal anticorrupción Moix, ha tenido que dimitir señalado por el dedo acusador de la ética aun cuando no se le ha podido probar delito penal; tiene una sociedad en un paraíso fiscal. Esto quiere decir que la batalla entre dos modelos no está ciertamente ventilada, aun cuando el ataque a la división de poderes, la utilización manifiesta de jueces y fiscales, y en general la gobernanza al gusto de los grandes poderes económicos, hace pensar en una tendencia victoriosa de quienes se oponen a una ética política.
De todos modos es verdad que el actual rumbo del mundo, trufado por guerras y terrorismo, hace más fácil la tarea de los amorales e inmorales. ¿Frente los terribles atentados en Reino Unido y Francia qué gobiernos, partidos políticos y medios de comunicación sostienen que la ética y las libertades deben estar en el puesto de mando de las respuestas? Las muertes de inocentes europeos, como de estadounidenses el 11 de septiembre de 2001, abre las puertas al todo vale, incluidas las represalias indiscriminadas, la tortura y el asesinato. Los malos tienen ventaja sobre los buenos.
Por eso es importante que desde la izquierda social y política se acuda al rescate de una ética de la convicción que se aleje del utilitarismo que valora las acciones exclusivamente por los resultados (por ejemplo, la pena de muerte puede ser buena si reduce la delincuencia; los bombardeos sobre poblaciones en Siria están justificadas si matan a miembros del Estado Islámico, aunque la gran mayoría de muertos sean civiles inocentes). La ética de la convicción valora las consecuencias de sus acciones, asienta criterios críticos, razona para superar los prejuicios, se opone a una moralidad petrificada por códigos y costumbres, fomenta la tolerancia y la diversidad, y actúa al servicio del bien común, es decir de las grandes mayoría sociales. La izquierda debe actuar colocando en el centro de su reflexión y de su actividad práctica a las personas, y por consiguiente a la igualdad, a la libertad y a la vida.
Sólo recuperando una ética de la convicción podrá lograrse en algún momento una reconciliación entre política y verdad, entre política y democracia, entre política y justicia. Y puedo decir que el Presidente Salvador Sánchez Cerén, al que conozco bien, practica la ética de la convicción, como lo ha venido haciendo a lo largo de su vida.